lunes, 31 de agosto de 2020

Recuerdos de Ana

 

Conocí a Ana en el Conservatorio, las dos estudiábamos piano y nos habremos cruzado en alguna clase de materias que ya no recuerdo. Ana siempre tuvo una personalidad un poco nerviosa, desordenada, algo tímida pero determinada. Era muy bajita, imposible adivinar su edad (algunos años mayor que yo) y tenía un rostro que a veces pasaba por tener algún retraso leve, algo que descarté luego de conocerla. Con ella transcurrimos muchos años en el Conservatorio, toda nuestra adolescencia iniciática. Al enterarme hace unos días de su fallecimiento, empecé a recordar esa época tan lejana que ya parece otra vida. Ana siempre supo que la música sería su eje y le dedicó su vida, como docente y eterna estudiante. Pasó por muchos contratiempos, el dinero no le alcanzaba para vivir sola y tuvo que volver a vivir con su madre. Tenía una salud un poco frágil, perdía la voz constantemente y hace unos años tuvo un episodio médico complicado que ya no recuerdo bien, una especie de desmayo sin explicación. Sólo recuerdo que cuando lo conté en mi casa, mi viejo preguntó si Ana se drogaba. Obvio que no. Ana tuvo una vida bastante monástica, no era particularmente atractiva y sus maneras nerviosas eran un poco desalentadoras. Además, si bien tenía curiosidad por las relaciones de pareja, y me consta que intentó conocer hombres y salió con algunos en varias etapas de su vida, creo que tenía miedo de la carnalidad. Parecía querer preservarse, no cruzar cierta línea. Ahora que lo recuerdo, tenía la certeza de que no podría tener hijos (aunque nunca le pregunté por qué). Aún en su relativa soledad, siempre me impresionó su voluntad para superarse. Hacía cursos de todo tipo, asistía a clubes de cine sin conocer a nadie, se sumó a un coro, hizo teatro. Buscaba un lugar de pertenencia. Después de que dejé el Conservatorio seguimos viéndonos periódicamente por un tiempo, aunque ya no teníamos mucho en común. Recuerdo que solíamos juntarnos a tomar un café y ella se despachaba largamente hablando acerca de su trabajo como docente, quejándose de los otros docentes, de los alumnos incontrolables, etc. Yo asistía al monólogo sin decir demasiado. Cuando era mi turno de hablar, en respuesta a la pregunta. "y vos cómo estás", siempre decía lo mismo: bien, trabajando, como siempre. A veces me parecía que verla era una especie de homenaje a los viejos tiempos y nada más, ninguna de las dos obtenía demasiado de nuestros intercambios, pero de alguna manera quise seguir viéndola porque ella parecía necesitar esas salidas. Siempre firme en su propósito de mantener su vida poblada de personas y asuntos. En los últimos años nos vimos muy poco, mayormente intercambiábamos mensajes que se reducían a un "hola cómo estás" de su parte, seguido de un "todo bien Ani, vos qué contás" de mi parte y luego algún comentario más o silencio. El mismo episodio se repetía una vez por mes o cada varios meses. Siempre por su iniciativa. Justo antes de su fallecimiento, volvimos a hablar. Esta vez decidí contarle que estaba de novia, para tener algo de qué hablar, pero con temor de que esto la pusiera triste o la hiciera sentirse más sola. Me dijo que qué bien, qué bueno que resultó esa relación (conocí a Leandro en una app de citas). La conversación quedó en eso y al otro día ella la retomó preguntándome si él era bueno y si estaba contenta. Le dije que sí era bueno y sí estaba contenta, pero que lo conocía hace poco. Eso fue lo último que nos dijimos. Días después me enteré de casualidad de que había muerto. Tuvo una embolia pulmonar que le ocasionó un paro cardíaco. En plena pandemia, nadie pudo despedirse de ella. Al enterarme y volviendo sobre los pasos de nuestra amistad, pensé en esa vez que me quedé a dormir en su casa después de un concierto que terminó tarde y charlando le dije que sentía que la vida de todos quienes conocíamos cambiaba, pero las nuestras seguían siempre igual, sin mayores contratiempos ni grandes emociones. Hasta ese momento yo no había roto el cascarón. Creo que Ana tampoco rompió el suyo, pero vivió en él con entusiasmo y optimismo. 

sábado, 29 de febrero de 2020

Aventura


Alice Hindman, una mujer que tenía veintisiete años cuando George Willard era penas un niño, había vivido en Winesburg toda su vida. Trabajaba de empleada en la tienda de telas de Winney y vivía con su madre, que se había casado por segunda vez.
El padrastro de Alice era pintor de carruajes y alcohólico. Su historia es bastante curiosa. Algún día valdría la pena contarla. 
A los veintisiete Alice era alta y algo delgada. Su cabeza era grande y eclipsaba el resto de su cuerpo. Sus hombros estaban un poquito encorvados, y tenía el pelo y los ojos marrones. Era tranquila, pero por debajo de aquel exterior plácido hervía un fermento que no cesaba.
Cuando era una muchacha de dieciséis años, y antes de comenzar a trabajar en la tienda, Alice tuvo una aventura con un joven. El joven, llamada Ned Currie, era empleado del Winesburg Eagle, y por un tiempo había visto a Alice casi todas las noches. Caminaban juntos bajo los árboles del pueblo y conversaban de lo que irían a hacer con sus vidas. En ese entonces Alice era bonita y Ned Currie la tomaba entre sus brazos y la besaba. Se entusiasmaba y decía cosas que no quería decir, y Alice, traicionada por el deseo de que algo hermoso embelleciera su vida más bien chata, se entusiasmaba igual que él. Ella también hablaba. La corteza exterior de su vida, toda su reserva y timidez natural, desaparecían y ella se entregaba a las emociones del amor. Más tarde en el otoño de aquel año, Ned Currie se fue a Cleveland, donde ansiaba conseguir un puesto en el periódico de la ciudad y progresar en la vida, y ella quiso ir con él. Con voz temblorosa le dijo lo que había pensado. "Trabajaré, y tu puedes trabajar", dijo. "No quiero cargarte con un gasto inútil que te dificulte progresar. No te cases conmigo ahora. Nos las arreglaremos sin eso y estaremos juntos. Aunque vivamos en la misma casa, nadie dirá nada. En la ciudad seremos unos desconocidos y la gente no nos prestará atención."
Ned Currie se quedó asombrado ante la determinación y la entrega de su enamorada, y también muy conmovido. Había querido que la muchacha fuera su amante, pero en ese momento cambió de opinión. Quería protegerla y cuidarla. "No sabes lo que estás diciendo", dijo cortante. "De algo puedes estar segura, no te dejaré hacer lo que dices. Volveré no bien consiga un buen trabajo. Mientras tanto, debes permanecer aquí. Es lo único que podemos hacer".
La noche antes de abandonar Winesburg para empezar su nueva vida en la ciudad, Ned Currie fue a ver a Alice. Caminaron un rato por las calles y luego alquilaron un carruaje del establo de Wesley Moyer y fueron a dar una vuelta por el campo. Salió la luna y ninguno de los dos podía hablar. En medio de aquella tristeza el joven olvidó las resoluciones que había tomado en cuanto a su comportamiento con la chica.
Salieron del carruaje en un extenso prado que bajaba hasta la orilla del arroyo Wine y allí, bajo la luz tenue, se hicieron amantes. A medianoche, cuando volvieron al pueblo, era felices. Sentían que nada podría empañar en el futuro la belleza de lo que acababa de ocurrir. "Ahora tendremos que estar juntos. Pase lo que pase, tendremos que estar juntos", dijo Ned Currie antes de dejar a la muchacha en la puerta de la casa de su padre.
El joven periodista no consiguió trabajo en ningún periódico de Cleveland y fue al oeste, hacia Chicago. Durante un tiempo se sintió solo y le escribió a Alice casi todos los días. Luego lo atrapó la vida de la ciudad; hizo nuevos amigos y encontró nuevos intereses en la vida. En Chicago se alojó en una casa en la que había varias mujeres. Una de ellas atrajo su atención y olvidó a Alice en Winesburg. A fines de ese año ya había dejado de escribir cartas, y solamente pensaba en ella muy de vez en cuando, cuando se sentía solo o cuando iba a algún parque de la ciudad y veía la luna brilla sobre el césped igual que aquella noche en el prado junto al arroyo Wine.
En Winesburg, la muchacha que había sido amada se convirtió en mujer. Cuando cumplió veintidós años, su padre, dueño de una tienda de reparaciones de arneses, murió de pronto. El constructor de arneses era un viejo soldado, y después de unos pocos su mujer recibió una pensión por viudez. Usó el primer dinero en comprar un telar y se hizo tejedora de alfombras. Alice consiguió un puesto en la tienda de Winney. Por algunos años nada podría haberle hecho creer que Ned Currie no volvería a ella.
Le ponía feliz estar empleada, porque la rutina diaria de trabajo en la tienda hacía que la espera pareciera menos larga y aburrida. Comenzó a ahorrar dinero creyendo que, cuando tuviera doscientos o trescientos dólares, seguiría a su amante hasta la cuidad y vería si con su presencia recuperaba su afecto. 
Alice no culpaba a Ned Currie por lo ocurrido bajo la luz de la luna en el prado, pero sentía que nunca iba a poder casarse con otro hombre. La idea de darle a otro lo que aún sentía que le pertenecía solo a Ned le parecía monstruosa. Cuando otro joven intentaba llamar su atención, ella no quería tener nada que ver con ellos. "Soy su esposa y seguiré siéndolo, vuelva o no vuelva", susurraba para sí, y pese a todos sus deseos de mantenerse y afrontar sus gastos, no habría podido entender la idea moderna que crecía cada vez más entre la gente, aquella de que las mujeres son dueñas de sí mismas y pueden perseguir sus propios fines.
Alice trabajaba en la tienda de telas de ocho de la mañana a seis de la tarde, y tres noches a la semana volvía a la tienda para quedarse allí de siete a nueve. A medida que fue pasando el tiempo y ella se volvió más y más solitaria, comenzó a adquirir las manías típicas de la gente sola. Cuando subía de noche a su habitación se arrodillaba a rezar en el suelo, y en sus plegarias susurraba las cosas que quería decirle a su amante. Le tomó cariño a ciertos objetos inanimados, y como eran suyos no permitía que nadie tocara los muebles de su habitación. La costumbre de ahorrar dinero, que había empezado con un fin, continuó incluso después de abandonar el plan de ir a la ciudad a encontrar a Ned Currie. Se le volvió un hábito, y cuando necesitaba ropa nueva no se la compraba. A veces, en las tardes lluviosas que pasaba en la tienda, tomaba su libreta de ahorros y la dejaba abierta frente a sus ojos. Pasaba horas soñando sueños imposibles sobre cómo ahorraría el dinero suficiente como para que ella y su futuro marido pudieran vivir de los intereses.
"A Ned siempre le gustó viajar", pensaba. "Le daré esa oportunidad. Algún día, cuando estemos casados y yo pueda ahorrar tanto mi dinero como el suyo, seremos ricos. Viajaremos por todo el mundo".
En la tienda de telas las semanas se convertían en meses y los meses en años, y Alice esperaba y soñaba que su amante volvía por ella. Su empleador, un anciano gris con dientes falsos y un delgado bigote gris que pendía sobre su boca, no era muy dado a la conversación, y a veces, en los días lluviosos y en invierno, cuando alguna tormenta arrasaba Main Street, pasaban largas horas sin que entrara un solo cliente. Alice acomodaba y volvía a acomodar el stock. Se paraba cerca de la vidriera, desde donde podía mirar la calle desierta y pensaba en las noches en que había caminado con Ned Currie y en las cosas que él había dicho. Los ojos se le llenaban de lágrimas. A veces, cuando su empleador se iba y se quedaba sola, apoyaba la cabeza sobre el mostrador y sollozaba. "Oh, Ned, sigo esperándote", susurraba una y otra vez, y todo el tiempo crecía el miedo de que él no regresara nunca.
En la primavera, cuando las lluvias han pasado y antes de que lleguen los calurosos días de verano, el campo en los alrededores de Winesburg es delicioso. El pueblo yace en medio de campos abiertos, y detrás de los campos hay hermosas extensiones de tierras boscosas. En aquellos sitios hay muchos rincones tranquilos donde los amantes van a sentarse las tardes de domingo. Miran los campos entre los árboles y ven a los granjeros trabajando en los graneros, o a la gente yendo y viniendo por los caminos. En el pueblo suenan las campanas y algún tren que pasa ocasionalmente parece un juguete a la distancia.
Varios años después de que Ned Currie se fuera, Alice seguía sin ir al bosque con otro joven, pero un día, cuando habían pasado dos o tres años de su partida y cuando su soledad parecía insoportable, se puso su mejor vestido y salió. Encontró un lugar resguardado desde donde podía ver el pueblo y una larga extensión de los campos, y tomó asiento. El miedo a envejecer y transformar su vida en algo vano se apoderó de ella. Como no podía mantenerse quieta, se puso de pie y contempló los campos. Algo, tal vez la intuición de que la vida es incesante, como se ve en el lujo de las estaciones, la hizo pensar en el pasar de los años. Con un escalofrío comprendió que sus años de belleza y frescura ya se habían ido. Por primera vez sintió que había sido engañada. No culpó a Ned Currie, pero no sabía a quién culpar. La invadió la tristeza. Cayó de rodillas e intentó rezar, pero en lugar de plegarias de sus labios brotaron palabras de protesta. "Nunca vendrá. Nunca encontraré la felicidad. ¿Por qué me miento?", exclamó, y una extraña sensación de alivio llegó con esas palabras, con ese primer y valiente intento de enfrentar el miedo que se había vuelto parte de su vida cotidiana. 
En el año en que Alice Hindman cumplió veinticinco pasaron dos cosas que alteraron el vacío y monótono transcurrir de sus días. Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de carruajes de Winesburg, y ella se hizo miembro de la iglesia metodista de Winesburg. Se unió a la iglesia porque tenía miedo de confinarse a aquel lugar solitario que parecía depararle la vida. El segundo casamiento de su madre había intensificado su aislamiento. "Estoy volviéndome vieja y maniática. Si Ned viene no me querrá. En la ciudad en la que vive, los hombres son por siempre jóvenes. Sucede tanto a su alrededor que no tienen tiempo de envejecer", se dijo con una sonrisa triste, y tomó la decisión de empezar a conocer gente nueva. Cada jueves por la noche, cuando cerraba la tienda, Alice asistía a un grupo de oración en el sótano de la iglesia, y los domingos por la tarde a las reuniones de una organización llamada la Liga Epworth.
Cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad que era empleado en una farmacia y que también pertenecía a la iglesia, le ofreció acompañarla a casa, ella no protestó. "Por supuesto, no dejaré que se le haga costumbre estar conmigo, pero si vienen a verme solo de vez en cuando no pasará nada grave", se dijo, todavía determina a ser leal a Ned Currie.
Sin darse cuenta, Alice estaba intentando, débilmente al principio, pero con determinación creciente, rehacer su vida. Caminaba junto al empleado en silencio, pero a veces, cuando andaban por el camino, impasibles en la oscuridad, ella extendía su mano y acariciaba los pliegues del abrigo del hombre. Cuando él la dejaba en la puerta de la casa de madre, ella no entraba. Se quedaba unos momentos en la puerta. Quería llamar al empleado, pedirle que se sentara con ella en la oscuridad de la galería, pero tenía miedo de que él no fuera capaz de entenderla. "No es a él lo que quiero", se decía. "Quiero evitar pasar tanto tiempo sola. Si no tengo cuidado, perderé la costumbre de estar con gente".
A principio del otoño de sus veintisiete años se apoderó de ella una profunda ansiedad. No podía soportar la compañía del empleado, y había empezado a echarlo cuando se le acercaba para caminar con ella. Su mente se había vuelto incesantemente activa. Cuando volvía de su casa, agotada después de tantas horas detrás del mostrador de la tienda, se tiraba en la cama y no podía dormir. Con los ojos fijos miraba hacia la oscuridad. Su imaginación, como un niño que recién despierta de un largo sueño, jugueteaba por toda la habitación. En lo más recóndito de su ser había algo que no se dejaba engañar por ninguna fantasía y que exigía que la vida al fin le diera una respuesta.
Alice tomaba una almohada entre sus brazos y la sostenía con fuerza para que en la oscuridad pareciera una figura entre las sábanas, y arrodillada en el suelo, la acariciaba, le susurraba palabras una y otra vez, como en un estribillo. "¿Por qué no ocurre algo? ¿Por qué me dejaron aquí sola?", murmuraba. Aunque a veces pensaba en Ned Currie, ya no dependía de él. Su deseo se había vuelto más vago. No quería a Ned Currie ni a ningún otro hombre. Quería ser amada, quería que algo respondiera la llamada que crecía con más y más fuerza en su interior.
Y entonces, una noche lluviosa, Alice tuvo una aventura. Eso la asustó y la confundió. Había vuelto de su casa de la tienda a las nueve y la encontró vacía. Bush Milton se había ido al pueblo; y su madre, a la casa de un vecino. Subió las escalares hasta su habitación y se desvistió en la oscuridad. Por un momento se quedó de pie junto a la ventana, escuchando los golpes de la lluvia contra el vidrio, y entonces un deseo extraño se apoderó de ella. Sin detenerse a pensar qué era lo que intentaba hacer, corrió escaleras abajo por la casa a oscuras y salió a la calle, bajo la lluvia. A medida que pasaban los minutos y que ella seguía de pie en el pequeño jardín, sintiendo la lluvia fría en el cuerpo, se apoderó de ella un deseo febril de correr desnuda por las calles.
Creyó que la lluvia tendría un efecto creador y maravilloso sobre su cuerpo. Hacía año que no se sentía tan llena de juventud y coraje. Quería correr y saltar, gritar, encontrar algún otro ser humano solitario y abrazarlo. Por la vereda de ladrillo frente a su casa pasó caminando un hombre. Alice comenzó a correr. Un ánimo salvaje, desesperado, la poseía. "Qué me importa quién sea. Está solo, y voy a ir hacia él", pensó. Sin ni siquiera detenerse a considerar los posibles resultados de su locura, gritó suavemente: "¡Espera! ¡No te vayas! Seas quien seas, espera".
El hombre, un anciano algo sordo, se detuvo a escucharla. Poniéndose la mano en la boca, gritó: "¿Qué? ¿Qué dices?".
Alice cayó desplomada al suelo y permaneció allí, temblando. Estaba tan aterrada frente a lo que había hecho que no se animó a ponerse de pie ni siquiera cuando el hombre ya se había ido, si no que se arrastró sobre sus manos y sus rodillas por el césped hacia la casa. Cuando llegó a su cuarto cerró la puerta con llave y la trabó con la mesa del vestidor. Su cuerpo se sacudía como si tuviera escalofríos y le temblaban tanto las manos que hasta tuvo problemas para ponerse el camisón. Cuando se metió en la cama enterró su rostro en la almohada y lloró sin consuelo. "¿Cuál es mi problema? Haré algo tremendo si no tengo cuidado", pensó, y volteando su cabeza hacia la pared, trató de afrontar con dignidad la idea de que mucha gente debe vivir y morir sola. incluso en Winesburg.
~Sherwood Anderson~

jueves, 15 de noviembre de 2018

Invitación


Luego de fallar otra vez con C, me fui a dormir medio borracha y frustrada y soñé que se me caían los dientes. Prolijamente, 5 dientes. Yo estaba en un lugar extraño al que me habían mandado a hacer un trabajo. Habían improvisado un escritorio en una especie de depósito, rodeado de cajas, pero también prolijo en su desorden. Subí algunos pisos para inspeccionar el lugar, todo estaba medianamente ordenado. Luego llegó este hombre con patas de demonio, gruesas como culo de botella, y me preguntó si estaba todo en orden, le respondí profesionalmente que todo me parecía razonable hasta el momento. Me dijo que al último piso sólo accedería a partir de las 10 de la noche y descalza.

domingo, 29 de octubre de 2017

Silvina Elena


Le pregunté a Silvina Ocampo si A me quiere. Me dijo que 7, que en mi libro significa un sí perfecto. Le dije, Silvina, vos que estás muerta y conocés los penamientos de los hombres y sus fantasmas, ¿A me quiere? dijo que 7, dos veces. Le prometí entonces que, si tenía una hija, le iba a poner Silvina, Silvina Elena. Acaricié de nuevo las páginas del libro y lo abrí  al azar en una página cuyo número sumaba 8. Interpreté que esto le había gustado mucho, porque el 8 es 7 más 1, más que perfecto.
Sin embargo, A no me quiere, tía Silvina. Lo sé porque me lo dijo, no te hagas ilusiones, etc. No estoy convencida, y decido esperar. El no es una palabra tan ambigua, ¿qué significa? por el contrario, el número azaroso es siempre verdadero, todos saben que los números no mienten.
Mientras tanto, espero en el pasillo mientras él busca sus cosas y toca mi mano y con eso me alcanza.



Sueño



Soñé que encontraba un gato gordo en la calle, era realmente peludo y hermoso. Me acerqué y noté que era muy inteligente, parecía cantar. Luego me di cuenta de que de hecho cantaba, pronunciando las palabras humanas un poco torpemente. Desde ese momento quise quedármelo. Lo llevé dentro de una especie de teatro que estaba enfrente y lo alcé, sosteniéndolo como a un niño que no sabe caminar. Lo paseaba orgullosa, lo llevé hasta un lugar donde debía encontrar sus documentos. Él se comportaba como un niño curioso. Sentía una gran satisfacción con mi niño gato. Es la primera vez que experimento algo cercano al deseo de ser madre.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Guam


Había llegado el momento. Pasó mucho tiempo ese día tamizando sus pensamientos para llegar a lo irreductible, pero sólo encontró un ruido blanco, un telón de fondo que no dejaba entrever nada. Afuera, las cosas parecían seguir con normalidad, excepto que no se veía a nadie en la calle. Suponía que la gente ya se había ido y los pocos que hubieran quedado estarían también pasando por algún ejercicio similar de meditación, tratando de sacar algún significado a la suma de sus días que concluirían en éste. Le sorprendía que en estos últimos momentos no hubiera tumultos, gente en las calles culpando al gobierno o a dios, gritando, inmolándose o queriendo matar a otros. Cualquier posibilidad parecía más lógica que esta calma imprevista, esta salvaje resignación. Quizás, después de todo, sí había una conciencia en cada una de estas personas, incluso en las más abyectas. O quizás sólo buscaran apartarse y morir en soledad, como los gatos. Como si la muerte fuera algo vergonzoso.

Tenía que hacer esa llamada antes de que se interrumpiera el servicio telefónico. Las cosas estarían aún funcionando por azar, suponía. Qué cosa extraña el funcionamiento del mundo. Hoy hasta había recibido el diario. Instintivamente fue a buscar el horóscopo, como todos los días antes de éste. No había horóscopo. Qué coherente, pensó.
Antes de marcar, se puso a pensar una vez más por qué estaba ahí, por qué había decidido quedarse sola en vez de reunirse con ellos. Trató por última vez de entender algo, pero en su mente sólo había recuerdos entrelazados, sentimentalismo barato y ninguna claridad. Es inútil, se dijo, y llamó a sus padres. La conversación fue breve y tensa. Ellos no entendían tampoco,  sentían lástima. Lástima por ella, lástima por ellos y por cada uno de los otros. No había nada qué decir, el silencio sólo era interrumpido por llantos sofocados.

Pensó luego en llamar a Alvaro, pero ya no quedaban razones para hacer nada. Faltaba poco. Era el final y había sido un privilegio conocer su hora con certeza. Se puso a meditar otra vez, rodeada de un silencio aberrante. Acostumbró sus oídos al silencio, así como sus ojos a la oscuridad de su interior. En el fondo escuchó algunos lamentos muy tenues. Mejor así, esto es más humano, pensó. Era el final y estábamos separados y llenos de recuerdos.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Basta, Sofía

Solía hablar de su oveja Nena, mascota devenida en cena familiar. La Nena respondía a su nombre como si fuera un perro, se acercaba a la puerta para que la acariciaran ella y sus hermanos. Cuando el padre decidió que había llegado la hora de la Nena, ninguno de sus hermanos, ni tampoco ella, quisieron comer. Se sentaron ante sus platos humeantes, sin decir nada, sin entender cómo lo que antes pedía cariño y lo aceptaba humildemente como un niño, se había convertido en ese amasijo caliente, perfumando de bienestar la casa.
Hoy en su casa no hay animales, sólo plantas, a las que dedica toda su atención. Su hora del día es el despuntar de la mañana, cuando todos duermen. Ella cuida de sus plantas, regándolas, moviendo la tierra, calculando su crecimiento. Un poco más de sol para esta, algo de sombra para aquella, abono para esta otra. Pasado el mediodía, el trabajo está terminado, el día merece acabar. A la hora de la siesta se desmorona de cansancio, su cuerpo dolorido, con sus huesos que delatan el paso de los años. Después, la tarde se hace larga. Nerviosa, muerde sus uñas, aunque ya casi no le quedan. Muerde entonces la piel que las rodea, sintiéndose avergonzada. De sus manos también, manchadas por la lavandina que usó irresponsablemente toda su vida. Irresponsablemente no, más bien sin cuidado de sí misma, sin pensarse nunca, sólo en el bienestar de su familia. Ese enjambre de adultos extraños, sobre todo la hija. El hijo había salido bastante bien, le había dado tres nietos. Ahora sufría porque la olvidaban y la hacían sentirse frágil. ¿La recordarían después? ¿Entenderían? Al menos eran su legado, y se convertirían en algo que ella no llegaría a conocer, mejor así.
La hija era otra historia, siempre ajena, separada. Nunca pudo entenderla. ¿Cómo pudo haber salido de ella, se preguntaba? O de él, de quién, de dónde. Con ese estilo de vida inexplicable jamás tendría hijos. ¿Realmente quería ser tan distinta a ella, a su madre?
Ese día se murió una de sus orquídeas. Esas plantas extrañas, que no toleran demasiado de nada. La había cuidado con tanto esmero, imaginaba que se entendían, que tenían algún acuerdo tácito. Ese entendimiento que nunca tendría con su hija. Cuando advirtió que la orquídea no florecería, no pudo evitar sollozar calladamente, sintiéndose estúpida inmediatamente después.
Ese mismo día su hija le contó aquello. El misterio que la envolvía se disipó y entonces entendió que en el fondo, no quería saber. La hija hablaba, el padre preguntaba, asentía, mientras ella imaginaba esa escena de su infancia que agradecía no haber visto. Nelly esperando a su verdugo. Sus ojos confiados, añorando alguna caricia y luego, el cuchillo traicionero, su sangre carmín empapando el pasto recién cortado.
Lo que ella escuchaba ahora era peor que ese recuerdo que nunca tuvo. Estupefacta, solo atinó a decir: basta, Sofía, basta.