viernes, 29 de junio de 2012

La ola o el vidente


Sólo necesitaba de una metáfora para sobrevivir. Una historia bien contada, sin pretensiones ni prejuicios, una explicación para justificar su pasado y conjurar su porvenir. Que estuviera lejos o cerca de la verdad, que fuera plausible, convincente o comprobable, no importaba. Sólo precisaba un símbolo, una piedra angular sobre la cual cimentar su ontología.
Por eso decidió consultar al vidente. Alguien le había hablado de él o quizás había visto su nombre escrito en alguna parte o leído acerca de sus habilidades en algún otro lugar. Más bien, había sido la combinación de varias alusiones ciertas e inciertas lo que terminó de convencerla. Lucía aún no había entendido que la mente astuta tiene formas de escabullir sus intenciones para hacerlos visibles en escenas de la vida cotidiana que los inocentes interpretan como buenos augurios o sentencias de la divina providencia. Así fue como, creyéndose empujada por el unívoco destino, se encaminó hacia la casa del vidente. Llamó a su puerta, y un hombre de rasgos orientales la recibió con una sonrisa tan diáfana que no hicieron falta las palabras. Le indicó, sin hablar, que esperara en una sala y luego se retiró, con pasos largos y sin dejar de sonreír. Tenía un caminar majestuoso, como si soportara en sus espaldas toda la belleza del mundo. El vidente la recibió unos minutos después. Era un hombre de mediana edad, también oriental y poseedor de una cualidad silente. Se sentó detrás de un amplio escritorio, luego de ofrecerle asiento en una silla antigua que emitía leves quejidos ante el menor movimiento. La distancia que imponía ese anacrónico escritorio le produjo una sensación de absurdo impostergable.

Pero luego el vidente habló. Le ofreció agua y su voz era como el agua, como una marea suave golpeando a sus oídos. Lucía bebió un sorbo y sintió la marea recorrer su cuerpo por dentro, olas que jugaban en su vientre, espuma de mar escapándose por sus dedos. Respiró profundo, como cuando la marea se retira de la playa hacia las profundidades del mar, y empezó a hablar. El vidente escuchaba con atención desmesurada. Ella nunca sabrá qué dijo, pero él lo entendió a la perfección. Se levantó y caminó hacia ella. Puso sus manos sobre los ojos de Lucía y le dijo:

-         Los ojos recuerdan todo lo que ven, en el mundo real e imaginario.

Sentía el calor de sus manos abrigándole los ojos, mientras la marea se debatía tranquilamente en su interior. El vidente continuó vertiendo sus cantos de agua y Lucía se embarcó en un sopor profundo.
Las imágenes comenzaron, algo difusas, a proyectarse en el interior de sus párpados. Veía una playa y dos niñas jugando, solitarias. Debía haber sido invierno, a juzgar por las ropas pesadas y el viento que se arremolinaba con fuerza sobre las aguas. Una de las nenas llevaba un moño azul en su cabello. Ese moño azul era su preferido, Lucía lo recordaba ahora con toda claridad. La otra niña había sido su amiga, pero no podía recordar su nombre. Cada una andaba ensimismada descubriendo los objetos que la playa ofrecía en su ir y venir de olas. Lucía veía las imágenes diluirse entre colores azules y violetas, como una fotografía fuera de foco, estampas de otra época. Pero el silencio era indudable. El silencio estaba presente en esa escena y también ahora, en la oficina del vidente. Un silencio nítido y cruel, que parecía agazaparse detrás de las olas. Las nenas jugaban tranquilamente, sin advertir el peligro que las acechaba. Entonces, Lucía comenzó a repasar mentalmente todas esas palabras oscuras que los padres repiten constantemente acerca del mar y sus artimañas. La preocupación se adueñó de ella por primera vez. Había vivido todos sus cortos años junto a esa playa y el miedo del mar nunca la había alcanzado. Hasta ese momento.
El alma es cobarde, está muy plácida cuando el cuerpo es plácido, pero en cuanto percibe una amenaza busca huir, dejar el cuerpo atrás, como la mariposa que abandona su capullo. Pero entonces el cuerpo se rebela.

Aquella tarde nefasta, ella abrió su boca para advertirle a Clara sobre la sombra amenazadora, pero no pudo emitir sonido. Fue como si hubiese tragado ese silencio enorme. Como si ese silencio sigiloso, tras el cual se ocultaba la ola,  la hubiese colmado, dejándola muda e incierta. La ola engulló a Clara, con toda certeza. Ése era su nombre: Clara. El alma de Clara era fiel a su nombre y quería ser uno con aquella ola.

Cuando Lucía despertó de su epifanía, sentía ganas de vomitar. La náusea le sobrevenía, profunda e implacable, de algún lugar desconocido de su interior. Sin embargo, repetía los gestos sin conseguir vomitar. Tosía con esfuerzo, abría su boca y sólo emitía silencio. Entonces comprendió. Estaba deshaciéndose por fin del silencio que la había invadido aquella tarde olvidada.
El vidente la miraba complacido.

domingo, 3 de junio de 2012

Breve e inútil

En mi infierno personal, todas las canillas gotean, todas las luces están encendidas y los sentidos no se pueden apagar.
Las manos siempre tiemblan y todo lo que escucho es un halago repetido que no puedo aceptar.