lunes, 8 de agosto de 2011

Recuerdos de Mar del Plata

El frío y el humo de los cigarrillos me recuerdan esos días en Mar del Plata, tantos años atrás, ya no recuerdo cuántos. Cuando ahora pienso cuánto me aterra el frío, cómo odio sentirlo en mi cara, entumeciendo mis gestos, me doy cuenta cuán distinta era en ese entonces. Deambulando por calles heladas y desconocidas, sin miedos ni ambiciones, en la mera superficie de las cosas: mi mejor amiga y yo. Es extraño, pero no recuerdo ninguna conversación, ninguna palabra siquiera, las escenas transcurren en absoluto silencio en mi cabeza. Recuerdo la costanera, la rambla, las rocas y el invierno en compañía del mar. También recuerdo a ese chico que nos siguió una noche. Andaba en bicicleta y vestía un abrigo a cuadros negros y azules. Tenía un gorro que casi le cubría los ojos y la otra parte de la cara estaba cubierta por un cuello colocado a modo de bufanda y turbante. No alcanzo a entender cómo no sentimos miedo de que nos siguiera. Éramos inexpertas, quizás por eso no queríamos perder la oportunidad de chocarnos contra cualquier cosa que se asemejara a la turbia relación con el sexo opuesto. Así anduvimos por calles y plazas, mientras él nos acompañaba a cierta distancia. A veces lo perdíamos de vista, imbuidas en conversaciones que escaparon a la trascendencia, pero, inevitablemente, cuando volvíamos a buscarlo, ahí estaba, simulando que nuestros caminos se cruzaban por el simple azar de una ciudad minúscula. Recuerdo una plaza en que nos detuvimos a hamacarnos y hacer dibujos en la arena. Después de irnos, volvimos la mirada y vimos que nuestro desconocido se acercaba a ver las inscripciones cual se tratara de un mensaje secreto entre ambos. La escena final de mi recuerdo ocurre en la escollera, sentadas sobre las rocas, lanzando miradas furtivas al desconocido que se ubica unos metros más lejos, manteniendo su distancia. Se nos ocurre que quizás no se anima a venir a hablarnos a las dos, así que decidimos separarnos. Entonces me alejo por un rato y dejo a mi amiga sola con su humo. Cuando vuelvo, la distancia entre ambos persiste, pero ella me cuenta que él se acercó a pedirle fuego, y eso fue todo. Curiosamente la memoria se difuma en este punto, no recuerdo ni puedo imaginar siquiera cómo entablamos conversación. Sólo recuerdo que vamos andando juntos, caminando por esas calles heladas y desconocidas. Él nos habla de su cotidianeidad, de lo que escasea y lo que sobra. Aparecen en mi mente, desparramadas, palabras acerca de una novia celosa, la falta de trabajo, el odio a los turistas y los ñoquis del mediodía que amasó el mismo. Algo en su cara me habla de su marginalidad. En ese entonces, mi amiga y yo nos considerábamos marginales, sin entender que eramos ovejas descarriadas por gusto y capricho, pero abrigadas en el seno familiar. Y sin embargo, él estaba fuera de esos lugares comunes. Lo escucho hablar sin sonidos en mi memoria y me pregunto, con esta conciencia de adulto, ¿qué podría tener en común con ese chico para mantener un diálogo de más que monosílabos? Y sin embargo, no estoy aburrida ni quiero irme ni me evado pensando en otra cosa. Estoy presente en ese tiempo y lugar, como ya nunca más volveré a estar presente en entera conciencia y voluntad. Vamos caminando y nos reímos de los trasnochados que deambulan por la peatonal, orgullosos de nuestra insospechada cofradía. Vemos discos, contamos nuestras pocas monedas sólo para comprobar que no podemos comprar nada. El frío nos recorre las venas, pero es el frío de quienes no tienen identidad ni propósito. Calles y más calles desaparecen bajo nuestros pies, agotando el breve centro de Mar del Plata. Y no tengo miedo, no conozco el miedo de las páginas de policiales ni de las prédicas maternales. Nos despedimos al alba y ya no volvemos a verlo, o quizás volvió a seguirnos desde lejos y no lo reconocimos o no quisimos verlo. Hoy fumo y el mismo frío me recorre por dentro.