miércoles, 30 de septiembre de 2015

Basta, Sofía

Solía hablar de su oveja Nena, mascota devenida en cena familiar. La Nena respondía a su nombre como si fuera un perro, se acercaba a la puerta para que la acariciaran ella y sus hermanos. Cuando el padre decidió que había llegado la hora de la Nena, ninguno de sus hermanos, ni tampoco ella, quisieron comer. Se sentaron ante sus platos humeantes, sin decir nada, sin entender cómo lo que antes pedía cariño y lo aceptaba humildemente como un niño, se había convertido en ese amasijo caliente, perfumando de bienestar la casa.
Hoy en su casa no hay animales, sólo plantas, a las que dedica toda su atención. Su hora del día es el despuntar de la mañana, cuando todos duermen. Ella cuida de sus plantas, regándolas, moviendo la tierra, calculando su crecimiento. Un poco más de sol para esta, algo de sombra para aquella, abono para esta otra. Pasado el mediodía, el trabajo está terminado, el día merece acabar. A la hora de la siesta se desmorona de cansancio, su cuerpo dolorido, con sus huesos que delatan el paso de los años. Después, la tarde se hace larga. Nerviosa, muerde sus uñas, aunque ya casi no le quedan. Muerde entonces la piel que las rodea, sintiéndose avergonzada. De sus manos también, manchadas por la lavandina que usó irresponsablemente toda su vida. Irresponsablemente no, más bien sin cuidado de sí misma, sin pensarse nunca, sólo en el bienestar de su familia. Ese enjambre de adultos extraños, sobre todo la hija. El hijo había salido bastante bien, le había dado tres nietos. Ahora sufría porque la olvidaban y la hacían sentirse frágil. ¿La recordarían después? ¿Entenderían? Al menos eran su legado, y se convertirían en algo que ella no llegaría a conocer, mejor así.
La hija era otra historia, siempre ajena, separada. Nunca pudo entenderla. ¿Cómo pudo haber salido de ella, se preguntaba? O de él, de quién, de dónde. Con ese estilo de vida inexplicable jamás tendría hijos. ¿Realmente quería ser tan distinta a ella, a su madre?
Ese día se murió una de sus orquídeas. Esas plantas extrañas, que no toleran demasiado de nada. La había cuidado con tanto esmero, imaginaba que se entendían, que tenían algún acuerdo tácito. Ese entendimiento que nunca tendría con su hija. Cuando advirtió que la orquídea no florecería, no pudo evitar sollozar calladamente, sintiéndose estúpida inmediatamente después.
Ese mismo día su hija le contó aquello. El misterio que la envolvía se disipó y entonces entendió que en el fondo, no quería saber. La hija hablaba, el padre preguntaba, asentía, mientras ella imaginaba esa escena de su infancia que agradecía no haber visto. Nelly esperando a su verdugo. Sus ojos confiados, añorando alguna caricia y luego, el cuchillo traicionero, su sangre carmín empapando el pasto recién cortado.
Lo que ella escuchaba ahora era peor que ese recuerdo que nunca tuvo. Estupefacta, solo atinó a decir: basta, Sofía, basta.