viernes, 20 de febrero de 2009

Auster

Quinn ya no sentía el menor interés por si mismo. Escribía acerca de las estrellas, la tierra, sus esperanzas para la humanidad. Sentía que sus palabras habían quedado separadas de él, que ahora formaban parte del ancho mundo, tan reales y específicas como una piedra, un lago o una flor. Ya no tenían nada que ver con él. Recordaba el momento de su nacimiento y cómo había sido arrancado suavemente del útero de su madre. Recordaba la infinita bondad del mundo y de todas las personas a las que había amado. Ya nada importaba excepto la belleza de todo esto. Quería continuar escribiendo acerca de ello y le dolía saber que no sería posible. No obstante, trató de enfrentarse al final del cuaderno rojo con valor. Se preguntó si sería capaz de escribir sin pluma, si podría aprender a hablar en lugar de escribir, llenando la oscuridad con su voz, diciendo las palabras al aire, a las paredes, a la ciudad, incluso aunque la luz no volviera nunca mas.La última frase del cuaderno rojo dice: “¿Qué sucederá cuando no haya más páginas en el cuaderno rojo?”

(Paul Auster - Ciudad de cristal - La trilogía de Nueva York)

viernes, 13 de febrero de 2009

Mañana robada



Hoy disfruté una mañana robada a la monotonía de mis días de oficina. Ayer casi me costó dormirme pensando en todas las cosas que tenía ganas de hacer en un día sin obligaciones, sin rutina, un día fuera del tiempo. Para sumarle emoción o alguna especie de goce secreto, no le dije a nadie que no iba a trabajar, con lo cual salí de mi casa al horario habitual, siguiendo la rutina de siempre, sólo que en vez de ir a la oficina, fui al río. Me acomodé en el pasto, con mi música y mis libros. Sol, suave viento, Nick Drake, pequeño paraíso. Nadie lo sabrá.

lunes, 9 de febrero de 2009

Lunes de tedio

Creo que me voy a descomponer del aburrimiento. La cabeza me da vueltas y vueltas, siento un vacío indescriptible en mi interior y una ausencia total de ganas: no hay ganas de comer, ni ganas de leer, ni siquiera de escuchar música. Quizás algo de ganas de fumar, pero no la iniciativa de levantarme de esta silla, inventar una excusa y salir a la calle a comprar cigarrillos. Fumar a las apuradas, tener que ocultar el olor después, me agota la idea de sólo pensarla. Cuánta vida se me escurre entre los dedos en estas jornadas de oficina. Pessoa me entiende como nadie.

lunes, 2 de febrero de 2009

La mujer del cuadro

Lo empiezas a saber,
tu amor va enseñando sus sales de baño, sus fiestas de
guardar, sus cenas sin nadie;
a veces, el esqueleto de tu ángel de la guarda
baila en tus ojos,
ciertas avecillas silvestres amanecen temblando en tus
manos,
ya el tufo de la crucifixión
no te hace taparte la nariz de niña “que no sabe nada”,
“que no entiende nada”.

Ya cruzas la puerta,
ya sabes que el dolor es un mensajero servil del infinito,
en tus ojos aquello que miras despierta en ti misma como
pequeños niños
que se sientan al borde de sus camas
esperando que vengan a vestirlos.

Ya asumes tu cuerpo, ya viajas en todo lo que te rodea,
a veces en tu sonrisa todavía aparece
aquella niña larguirucha “tan bien educada”,
pero tu esperanza enflaquece llamándote con voz cada vez
más débil
cuando ya no te dignas escucharla.

Extrañamente hermosa eres ahora tu propio fantasma,
en tu alma han entrado la carne del mundo y la tuya
confundidas,
apiñadas por el mismo placer, revueltas por el mismo dolor.
Desnuda, la ropa que te acabas de quitar
ya no reaparece en tus ojos,
tu mirada y tu voz entonces también se quedan desnudas,
te quedas desnuda,
y por tu desnudez pasan los templos antiguos, las
oraciones, los heridos de guerra y los cánticos de guerra,
los mares lejanos y también la vida posible en otros
planetas.
Ya tu cuerpo comprende lo que significa ser tu cuerpo,
lo que significa que tú seas él;
tu cuerpo extendido a lo largo de tu amor, a lo largo de
tu alma,
y todos los barcos que zarpan de tu corazón llevan ahora
las luces apagadas.

Ya te has probado en ti
y un hombre no es el extraño invasor que conocías,
el esposo prudente, el hombrecito que cariñosamente te
mataba un momento
por unas cuantas caricias, por unas cuantas monedas.

Pero sabes también que no existe el triunfo que alguna vez
deseaste,
por eso en tu mirada puede oírse
el ruido del mar golpeando las costas solitarias y a veces
el chillido de un pájaro detrás de la niebla o la llovizna
pertinaz.

Ven aquí con tu colección de mariposas, con tus antiguos
juguetes que ya no existen
y que parecen burlarse de ti desde ciertos rincones,
ven aquí con tus segmentos de niña asombrada.

Ven a mirar mis osos polares.
Ven, ahora que sabes que también en los labios aparece
—sin que nos demos cuenta—
el beso monstruoso y bello
de aquello que todavía llamamos el alma.




De Relación de los hechos, José Carlos Becerra