lunes, 31 de enero de 2011

Una cabeza

A Eloísa le gustaba frecuentar ese cine, especialmente la funciones de trasnoche. Desde que desapareció de los lugares comunes, vuelvo sobre sus pasos como una sombra. Por esa única razón estaba ahí esa noche, para ver alguna película perturbadora, de esas que Eloísa miraba para despertar de su agonía cotidiana. Llegué temprano y ocupé un lugar en la mitad del cine. Los espectadores comenzaban a ubicarse de a pares, separándose cuidadosamente unos de otros y especialmente de mí, que llevo la marca del Caín sobre mi frente. La película comienza, la escena muestra una carretera en la noche con una música atronadoramente alta. Entonces aparece ese individuo y se sienta delante de mí. Viene acompañado de una bonita muchacha, mucho menor que él. Él le dice algo al oído, seguramente presume de alguna información inútil acerca de la película y su significación artística. La chica lo observa con aspecto sumiso y sonríe con coquetería. La trama comienza y recién entonces caigo en la cuenta de que la cabeza del individuo bloquea mi visión. Miro a mis costados para evaluar la posibilidad de cambiar de lugar, pero las parejas me observan con insospechado odio y me indican con una sola mirada que no buscan ser incomodados por mi soledad descarada. La cabeza del susodicho se inclina sobre los oídos de la muchacha, me distrae de la historia que, con lentitud, comienza a desarrollarse en la pantalla. Trato de concentrarme, pero sólo puedo pensar en esa cabeza.
Si sólo pudiera deshacerme de esa cabeza, podría disfrutar esta película y sentir la compañía ausente de Eloísa a mi lado. Si sólo pudiera, quizás, cortar esa cabeza de un golpe de hacha, seguramente esta música enloquecedora apagaría el sonido de la muerte y quizás podría ocupar el lugar junto a la muchacha, quien parece lo suficientemente embebida en el fragor de la película como para notar la diferencia. O quizás podría asfixiarlo, un ahogamiento silente en mitad de una sala a oscuras, poblada de pares de ojos ocupados en las apariencias o en sus propios jugueteos amorosos. Me invade una sensación de intenso placer al pensar en estas posibilidades. Imagino la mirada orgullosa de Eloísa, su aprobación callada y majestuosa. Cierro los ojos y me dejo llevar por estas imágenes, el sueño reclama mi cuerpo, pero no debo ceder: vine a honrar el recuerdo de Eloísa y por eso tengo que esforzarme en ver esta película. Me reincorporo en el asiento, levanto mi cabeza para superar la desfachatada fisonomía de mi enemigo. La escena comienza a envolverme en su silencio compacto, pero entonces siento algo punzante en mi costado. Quizás un calambre, pienso, y vuelvo a concentrarme en la historia. Pero la sensación persiste, ahora puedo precisar que se trata de un dolor penetrante en mi cuello. La sangre se agolpa en mi cerebro y empiezo a perder la dimensión de las cosas a mi alrededor. Toco mi cuello, pero no siento nada extraño. Sin embargo, el dolor persiste y se agrava con cada sucesión de imágenes en la pantalla. Voy a desmayarme, voy a entregarme a este dolor inexplicable. Tomo mi cabeza con mis manos y giro el cuello para comprobar que aún estoy entero, y entonces lo veo. Un hombre solitario está sentado detrás de mí y me mira con satisfacción.