sábado, 29 de febrero de 2020

Aventura


Alice Hindman, una mujer que tenía veintisiete años cuando George Willard era penas un niño, había vivido en Winesburg toda su vida. Trabajaba de empleada en la tienda de telas de Winney y vivía con su madre, que se había casado por segunda vez.
El padrastro de Alice era pintor de carruajes y alcohólico. Su historia es bastante curiosa. Algún día valdría la pena contarla. 
A los veintisiete Alice era alta y algo delgada. Su cabeza era grande y eclipsaba el resto de su cuerpo. Sus hombros estaban un poquito encorvados, y tenía el pelo y los ojos marrones. Era tranquila, pero por debajo de aquel exterior plácido hervía un fermento que no cesaba.
Cuando era una muchacha de dieciséis años, y antes de comenzar a trabajar en la tienda, Alice tuvo una aventura con un joven. El joven, llamada Ned Currie, era empleado del Winesburg Eagle, y por un tiempo había visto a Alice casi todas las noches. Caminaban juntos bajo los árboles del pueblo y conversaban de lo que irían a hacer con sus vidas. En ese entonces Alice era bonita y Ned Currie la tomaba entre sus brazos y la besaba. Se entusiasmaba y decía cosas que no quería decir, y Alice, traicionada por el deseo de que algo hermoso embelleciera su vida más bien chata, se entusiasmaba igual que él. Ella también hablaba. La corteza exterior de su vida, toda su reserva y timidez natural, desaparecían y ella se entregaba a las emociones del amor. Más tarde en el otoño de aquel año, Ned Currie se fue a Cleveland, donde ansiaba conseguir un puesto en el periódico de la ciudad y progresar en la vida, y ella quiso ir con él. Con voz temblorosa le dijo lo que había pensado. "Trabajaré, y tu puedes trabajar", dijo. "No quiero cargarte con un gasto inútil que te dificulte progresar. No te cases conmigo ahora. Nos las arreglaremos sin eso y estaremos juntos. Aunque vivamos en la misma casa, nadie dirá nada. En la ciudad seremos unos desconocidos y la gente no nos prestará atención."
Ned Currie se quedó asombrado ante la determinación y la entrega de su enamorada, y también muy conmovido. Había querido que la muchacha fuera su amante, pero en ese momento cambió de opinión. Quería protegerla y cuidarla. "No sabes lo que estás diciendo", dijo cortante. "De algo puedes estar segura, no te dejaré hacer lo que dices. Volveré no bien consiga un buen trabajo. Mientras tanto, debes permanecer aquí. Es lo único que podemos hacer".
La noche antes de abandonar Winesburg para empezar su nueva vida en la ciudad, Ned Currie fue a ver a Alice. Caminaron un rato por las calles y luego alquilaron un carruaje del establo de Wesley Moyer y fueron a dar una vuelta por el campo. Salió la luna y ninguno de los dos podía hablar. En medio de aquella tristeza el joven olvidó las resoluciones que había tomado en cuanto a su comportamiento con la chica.
Salieron del carruaje en un extenso prado que bajaba hasta la orilla del arroyo Wine y allí, bajo la luz tenue, se hicieron amantes. A medianoche, cuando volvieron al pueblo, era felices. Sentían que nada podría empañar en el futuro la belleza de lo que acababa de ocurrir. "Ahora tendremos que estar juntos. Pase lo que pase, tendremos que estar juntos", dijo Ned Currie antes de dejar a la muchacha en la puerta de la casa de su padre.
El joven periodista no consiguió trabajo en ningún periódico de Cleveland y fue al oeste, hacia Chicago. Durante un tiempo se sintió solo y le escribió a Alice casi todos los días. Luego lo atrapó la vida de la ciudad; hizo nuevos amigos y encontró nuevos intereses en la vida. En Chicago se alojó en una casa en la que había varias mujeres. Una de ellas atrajo su atención y olvidó a Alice en Winesburg. A fines de ese año ya había dejado de escribir cartas, y solamente pensaba en ella muy de vez en cuando, cuando se sentía solo o cuando iba a algún parque de la ciudad y veía la luna brilla sobre el césped igual que aquella noche en el prado junto al arroyo Wine.
En Winesburg, la muchacha que había sido amada se convirtió en mujer. Cuando cumplió veintidós años, su padre, dueño de una tienda de reparaciones de arneses, murió de pronto. El constructor de arneses era un viejo soldado, y después de unos pocos su mujer recibió una pensión por viudez. Usó el primer dinero en comprar un telar y se hizo tejedora de alfombras. Alice consiguió un puesto en la tienda de Winney. Por algunos años nada podría haberle hecho creer que Ned Currie no volvería a ella.
Le ponía feliz estar empleada, porque la rutina diaria de trabajo en la tienda hacía que la espera pareciera menos larga y aburrida. Comenzó a ahorrar dinero creyendo que, cuando tuviera doscientos o trescientos dólares, seguiría a su amante hasta la cuidad y vería si con su presencia recuperaba su afecto. 
Alice no culpaba a Ned Currie por lo ocurrido bajo la luz de la luna en el prado, pero sentía que nunca iba a poder casarse con otro hombre. La idea de darle a otro lo que aún sentía que le pertenecía solo a Ned le parecía monstruosa. Cuando otro joven intentaba llamar su atención, ella no quería tener nada que ver con ellos. "Soy su esposa y seguiré siéndolo, vuelva o no vuelva", susurraba para sí, y pese a todos sus deseos de mantenerse y afrontar sus gastos, no habría podido entender la idea moderna que crecía cada vez más entre la gente, aquella de que las mujeres son dueñas de sí mismas y pueden perseguir sus propios fines.
Alice trabajaba en la tienda de telas de ocho de la mañana a seis de la tarde, y tres noches a la semana volvía a la tienda para quedarse allí de siete a nueve. A medida que fue pasando el tiempo y ella se volvió más y más solitaria, comenzó a adquirir las manías típicas de la gente sola. Cuando subía de noche a su habitación se arrodillaba a rezar en el suelo, y en sus plegarias susurraba las cosas que quería decirle a su amante. Le tomó cariño a ciertos objetos inanimados, y como eran suyos no permitía que nadie tocara los muebles de su habitación. La costumbre de ahorrar dinero, que había empezado con un fin, continuó incluso después de abandonar el plan de ir a la ciudad a encontrar a Ned Currie. Se le volvió un hábito, y cuando necesitaba ropa nueva no se la compraba. A veces, en las tardes lluviosas que pasaba en la tienda, tomaba su libreta de ahorros y la dejaba abierta frente a sus ojos. Pasaba horas soñando sueños imposibles sobre cómo ahorraría el dinero suficiente como para que ella y su futuro marido pudieran vivir de los intereses.
"A Ned siempre le gustó viajar", pensaba. "Le daré esa oportunidad. Algún día, cuando estemos casados y yo pueda ahorrar tanto mi dinero como el suyo, seremos ricos. Viajaremos por todo el mundo".
En la tienda de telas las semanas se convertían en meses y los meses en años, y Alice esperaba y soñaba que su amante volvía por ella. Su empleador, un anciano gris con dientes falsos y un delgado bigote gris que pendía sobre su boca, no era muy dado a la conversación, y a veces, en los días lluviosos y en invierno, cuando alguna tormenta arrasaba Main Street, pasaban largas horas sin que entrara un solo cliente. Alice acomodaba y volvía a acomodar el stock. Se paraba cerca de la vidriera, desde donde podía mirar la calle desierta y pensaba en las noches en que había caminado con Ned Currie y en las cosas que él había dicho. Los ojos se le llenaban de lágrimas. A veces, cuando su empleador se iba y se quedaba sola, apoyaba la cabeza sobre el mostrador y sollozaba. "Oh, Ned, sigo esperándote", susurraba una y otra vez, y todo el tiempo crecía el miedo de que él no regresara nunca.
En la primavera, cuando las lluvias han pasado y antes de que lleguen los calurosos días de verano, el campo en los alrededores de Winesburg es delicioso. El pueblo yace en medio de campos abiertos, y detrás de los campos hay hermosas extensiones de tierras boscosas. En aquellos sitios hay muchos rincones tranquilos donde los amantes van a sentarse las tardes de domingo. Miran los campos entre los árboles y ven a los granjeros trabajando en los graneros, o a la gente yendo y viniendo por los caminos. En el pueblo suenan las campanas y algún tren que pasa ocasionalmente parece un juguete a la distancia.
Varios años después de que Ned Currie se fuera, Alice seguía sin ir al bosque con otro joven, pero un día, cuando habían pasado dos o tres años de su partida y cuando su soledad parecía insoportable, se puso su mejor vestido y salió. Encontró un lugar resguardado desde donde podía ver el pueblo y una larga extensión de los campos, y tomó asiento. El miedo a envejecer y transformar su vida en algo vano se apoderó de ella. Como no podía mantenerse quieta, se puso de pie y contempló los campos. Algo, tal vez la intuición de que la vida es incesante, como se ve en el lujo de las estaciones, la hizo pensar en el pasar de los años. Con un escalofrío comprendió que sus años de belleza y frescura ya se habían ido. Por primera vez sintió que había sido engañada. No culpó a Ned Currie, pero no sabía a quién culpar. La invadió la tristeza. Cayó de rodillas e intentó rezar, pero en lugar de plegarias de sus labios brotaron palabras de protesta. "Nunca vendrá. Nunca encontraré la felicidad. ¿Por qué me miento?", exclamó, y una extraña sensación de alivio llegó con esas palabras, con ese primer y valiente intento de enfrentar el miedo que se había vuelto parte de su vida cotidiana. 
En el año en que Alice Hindman cumplió veinticinco pasaron dos cosas que alteraron el vacío y monótono transcurrir de sus días. Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de carruajes de Winesburg, y ella se hizo miembro de la iglesia metodista de Winesburg. Se unió a la iglesia porque tenía miedo de confinarse a aquel lugar solitario que parecía depararle la vida. El segundo casamiento de su madre había intensificado su aislamiento. "Estoy volviéndome vieja y maniática. Si Ned viene no me querrá. En la ciudad en la que vive, los hombres son por siempre jóvenes. Sucede tanto a su alrededor que no tienen tiempo de envejecer", se dijo con una sonrisa triste, y tomó la decisión de empezar a conocer gente nueva. Cada jueves por la noche, cuando cerraba la tienda, Alice asistía a un grupo de oración en el sótano de la iglesia, y los domingos por la tarde a las reuniones de una organización llamada la Liga Epworth.
Cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad que era empleado en una farmacia y que también pertenecía a la iglesia, le ofreció acompañarla a casa, ella no protestó. "Por supuesto, no dejaré que se le haga costumbre estar conmigo, pero si vienen a verme solo de vez en cuando no pasará nada grave", se dijo, todavía determina a ser leal a Ned Currie.
Sin darse cuenta, Alice estaba intentando, débilmente al principio, pero con determinación creciente, rehacer su vida. Caminaba junto al empleado en silencio, pero a veces, cuando andaban por el camino, impasibles en la oscuridad, ella extendía su mano y acariciaba los pliegues del abrigo del hombre. Cuando él la dejaba en la puerta de la casa de madre, ella no entraba. Se quedaba unos momentos en la puerta. Quería llamar al empleado, pedirle que se sentara con ella en la oscuridad de la galería, pero tenía miedo de que él no fuera capaz de entenderla. "No es a él lo que quiero", se decía. "Quiero evitar pasar tanto tiempo sola. Si no tengo cuidado, perderé la costumbre de estar con gente".
A principio del otoño de sus veintisiete años se apoderó de ella una profunda ansiedad. No podía soportar la compañía del empleado, y había empezado a echarlo cuando se le acercaba para caminar con ella. Su mente se había vuelto incesantemente activa. Cuando volvía de su casa, agotada después de tantas horas detrás del mostrador de la tienda, se tiraba en la cama y no podía dormir. Con los ojos fijos miraba hacia la oscuridad. Su imaginación, como un niño que recién despierta de un largo sueño, jugueteaba por toda la habitación. En lo más recóndito de su ser había algo que no se dejaba engañar por ninguna fantasía y que exigía que la vida al fin le diera una respuesta.
Alice tomaba una almohada entre sus brazos y la sostenía con fuerza para que en la oscuridad pareciera una figura entre las sábanas, y arrodillada en el suelo, la acariciaba, le susurraba palabras una y otra vez, como en un estribillo. "¿Por qué no ocurre algo? ¿Por qué me dejaron aquí sola?", murmuraba. Aunque a veces pensaba en Ned Currie, ya no dependía de él. Su deseo se había vuelto más vago. No quería a Ned Currie ni a ningún otro hombre. Quería ser amada, quería que algo respondiera la llamada que crecía con más y más fuerza en su interior.
Y entonces, una noche lluviosa, Alice tuvo una aventura. Eso la asustó y la confundió. Había vuelto de su casa de la tienda a las nueve y la encontró vacía. Bush Milton se había ido al pueblo; y su madre, a la casa de un vecino. Subió las escalares hasta su habitación y se desvistió en la oscuridad. Por un momento se quedó de pie junto a la ventana, escuchando los golpes de la lluvia contra el vidrio, y entonces un deseo extraño se apoderó de ella. Sin detenerse a pensar qué era lo que intentaba hacer, corrió escaleras abajo por la casa a oscuras y salió a la calle, bajo la lluvia. A medida que pasaban los minutos y que ella seguía de pie en el pequeño jardín, sintiendo la lluvia fría en el cuerpo, se apoderó de ella un deseo febril de correr desnuda por las calles.
Creyó que la lluvia tendría un efecto creador y maravilloso sobre su cuerpo. Hacía año que no se sentía tan llena de juventud y coraje. Quería correr y saltar, gritar, encontrar algún otro ser humano solitario y abrazarlo. Por la vereda de ladrillo frente a su casa pasó caminando un hombre. Alice comenzó a correr. Un ánimo salvaje, desesperado, la poseía. "Qué me importa quién sea. Está solo, y voy a ir hacia él", pensó. Sin ni siquiera detenerse a considerar los posibles resultados de su locura, gritó suavemente: "¡Espera! ¡No te vayas! Seas quien seas, espera".
El hombre, un anciano algo sordo, se detuvo a escucharla. Poniéndose la mano en la boca, gritó: "¿Qué? ¿Qué dices?".
Alice cayó desplomada al suelo y permaneció allí, temblando. Estaba tan aterrada frente a lo que había hecho que no se animó a ponerse de pie ni siquiera cuando el hombre ya se había ido, si no que se arrastró sobre sus manos y sus rodillas por el césped hacia la casa. Cuando llegó a su cuarto cerró la puerta con llave y la trabó con la mesa del vestidor. Su cuerpo se sacudía como si tuviera escalofríos y le temblaban tanto las manos que hasta tuvo problemas para ponerse el camisón. Cuando se metió en la cama enterró su rostro en la almohada y lloró sin consuelo. "¿Cuál es mi problema? Haré algo tremendo si no tengo cuidado", pensó, y volteando su cabeza hacia la pared, trató de afrontar con dignidad la idea de que mucha gente debe vivir y morir sola. incluso en Winesburg.
~Sherwood Anderson~