lunes, 28 de noviembre de 2011

Sobre cómo (no) conocí a Santiago


En septiembre, no conocí a Santiago y, desde entonces, no he podido alejarlo de mi mente.
Toda mi vida transcurre bajo sus ojos ausentes, por ejemplo cuando veo una película y me siento conmovida por la mano de un hombre que roza interesadamente el lazo del vestido de su enamorada, o cuando me detengo a observar el agua que se amontona al costado de las aceras con sus reflejos intermitentes: Santiago me acompaña como testigo omnisciente de todos mis actos, siento su presencia como una conciencia dividida con la que lo pienso, pensándome.
No conocí a Santiago a través de una amiga en común. Cuando empecé a espiarlo supe que estaba perdida, que iba a seguirlo como una sombra hasta arrancarme la última e improbabilísima espina de la esperanza. Ya casi no recuerdo las cosas que me gustaba hacer antes de no conocer a Santiago, a veces me sorprendo leyendo publicaciones sobre ciencias con inusitado interés antes de darme cuenta de que lo hago para él, por su invisible influencia. "La mujer, hay que ver cómo copia", diría Bioy a través de alguno de sus personajes. Y así es. Me voy rearmando a imagen y semejanza del Santiago no conocido.
¿Cuánto tiempo más voy a soportar este hambre dolorosa en las entrañas, esta necesidad innombrable de reemplazar al idílico Santiago por un Santiago de carne y hueso? Y si lo conociera, ¿podría quererlo en la misma medida en que quiero a su fantasma?
Ahora ya es demasiado tarde. Ahora ya cambié, ¿cómo voy a volver a encontrarme?

lunes, 8 de agosto de 2011

Recuerdos de Mar del Plata

El frío y el humo de los cigarrillos me recuerdan esos días en Mar del Plata, tantos años atrás, ya no recuerdo cuántos. Cuando ahora pienso cuánto me aterra el frío, cómo odio sentirlo en mi cara, entumeciendo mis gestos, me doy cuenta cuán distinta era en ese entonces. Deambulando por calles heladas y desconocidas, sin miedos ni ambiciones, en la mera superficie de las cosas: mi mejor amiga y yo. Es extraño, pero no recuerdo ninguna conversación, ninguna palabra siquiera, las escenas transcurren en absoluto silencio en mi cabeza. Recuerdo la costanera, la rambla, las rocas y el invierno en compañía del mar. También recuerdo a ese chico que nos siguió una noche. Andaba en bicicleta y vestía un abrigo a cuadros negros y azules. Tenía un gorro que casi le cubría los ojos y la otra parte de la cara estaba cubierta por un cuello colocado a modo de bufanda y turbante. No alcanzo a entender cómo no sentimos miedo de que nos siguiera. Éramos inexpertas, quizás por eso no queríamos perder la oportunidad de chocarnos contra cualquier cosa que se asemejara a la turbia relación con el sexo opuesto. Así anduvimos por calles y plazas, mientras él nos acompañaba a cierta distancia. A veces lo perdíamos de vista, imbuidas en conversaciones que escaparon a la trascendencia, pero, inevitablemente, cuando volvíamos a buscarlo, ahí estaba, simulando que nuestros caminos se cruzaban por el simple azar de una ciudad minúscula. Recuerdo una plaza en que nos detuvimos a hamacarnos y hacer dibujos en la arena. Después de irnos, volvimos la mirada y vimos que nuestro desconocido se acercaba a ver las inscripciones cual se tratara de un mensaje secreto entre ambos. La escena final de mi recuerdo ocurre en la escollera, sentadas sobre las rocas, lanzando miradas furtivas al desconocido que se ubica unos metros más lejos, manteniendo su distancia. Se nos ocurre que quizás no se anima a venir a hablarnos a las dos, así que decidimos separarnos. Entonces me alejo por un rato y dejo a mi amiga sola con su humo. Cuando vuelvo, la distancia entre ambos persiste, pero ella me cuenta que él se acercó a pedirle fuego, y eso fue todo. Curiosamente la memoria se difuma en este punto, no recuerdo ni puedo imaginar siquiera cómo entablamos conversación. Sólo recuerdo que vamos andando juntos, caminando por esas calles heladas y desconocidas. Él nos habla de su cotidianeidad, de lo que escasea y lo que sobra. Aparecen en mi mente, desparramadas, palabras acerca de una novia celosa, la falta de trabajo, el odio a los turistas y los ñoquis del mediodía que amasó el mismo. Algo en su cara me habla de su marginalidad. En ese entonces, mi amiga y yo nos considerábamos marginales, sin entender que eramos ovejas descarriadas por gusto y capricho, pero abrigadas en el seno familiar. Y sin embargo, él estaba fuera de esos lugares comunes. Lo escucho hablar sin sonidos en mi memoria y me pregunto, con esta conciencia de adulto, ¿qué podría tener en común con ese chico para mantener un diálogo de más que monosílabos? Y sin embargo, no estoy aburrida ni quiero irme ni me evado pensando en otra cosa. Estoy presente en ese tiempo y lugar, como ya nunca más volveré a estar presente en entera conciencia y voluntad. Vamos caminando y nos reímos de los trasnochados que deambulan por la peatonal, orgullosos de nuestra insospechada cofradía. Vemos discos, contamos nuestras pocas monedas sólo para comprobar que no podemos comprar nada. El frío nos recorre las venas, pero es el frío de quienes no tienen identidad ni propósito. Calles y más calles desaparecen bajo nuestros pies, agotando el breve centro de Mar del Plata. Y no tengo miedo, no conozco el miedo de las páginas de policiales ni de las prédicas maternales. Nos despedimos al alba y ya no volvemos a verlo, o quizás volvió a seguirnos desde lejos y no lo reconocimos o no quisimos verlo. Hoy fumo y el mismo frío me recorre por dentro.

domingo, 22 de mayo de 2011

Tardío adiós a la infancia

El sábado por la madrugada, el techo se desmoronó sobre mi viejo piano. Los detalles no importan mucho: el ruido atronador, la fuerza desconocida que me impulsó a salir de la cama contrariando el miedo, la perplejidad ante el living lleno de escombros y entre ellos, el cadáver de mi querido piano. Suelo tener reacciones absurdas ante las situaciones extremas, pero nada como estar parada en el umbral de la puerta, mirando impávida la inusual escena y pensando solamente esto: mi infancia está acabada. Sí, parece que hasta este momento no había entendido aquello que los espejos denuncian cada día.

El último símbolo de mi infancia, en ruinas. Si bien ya no le dedicaba tiempo, saber que el piano estaba ahí era como dejar una puerta entreabierta a esa persona que fui, como si aún pudiera alcanzarla, reconciliarme con ella. Ahora conozco que no voy a poder volver el tiempo atrás.


Lo peor es pensar en deshacerme del pobre piano: venderlo o encontrarle una ubicación en la casa, ya que las marcas que lo desfiguraron le quitaron el honor de ocupar un lugar en el living.

Y todo esto me resulta tan extraño como si me forzaran a asistir a mi propio funeral.

lunes, 16 de mayo de 2011

¿Pessoa o yo?

Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que viva, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo de pensar y sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación. Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que sólo sueño. Las calles son calles para mí. Hago el trabajo de la oficina con conciencia tan sólo para él, pero no diré bien si digo que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, sin embargo estoy siempre otro por detrás del trabajo. Hace mucho tiempo que no existo. Estoy sosegadísimo. Nadie me distingue de quien soy. Me he sentido ahora respirar como si hubiese practicado algo nuevo, o atrasado. Empiezo a tener conciencia de tener conciencia. Tal vez mañana despierte para mí mismo, y reanude el curso de mi existencia propia. No sé si, con ello, sería más feliz o menos. No sé nada. Levanto la cabeza /de paseante/ y veo que, por la cuesta del Castillo, el ocaso opuesto arde en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la cuesta está suave del final del día. Puedo por lo menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con esta tristeza mía se ha cruzado ahora -visto con el oído- el ruido súbito del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores jóvenes, el susurro olvidado de la ciudad viva. Hace mucho tiempo que no soy yo.




(Pessoa, El libro del desasosiego)

martes, 12 de abril de 2011

El día que la joven gordita robó en el shopping

Era uno de esos mediodías en que se dedicaba a vagar por las calles atestadas de tráfico humano sólo para matar el tiempo de almuerzo fuera de la oficina. Entró en el shopping a mirar las prendas que no compraría por parecerles demasiado caras y, de paso, jugar al hurto pequeño y consuetudinario.


Era un brillo de labios. Le parecía ridículo tener que pagarlo, así de insignificante era. Decidió esconderlo en su pantalón. Dio unas vueltas a la tienda, justificando el crimen, reflexionando ligeramente en los motivos que la llevaban a cometer un acto tan innecesario. Las alarmas sonaron, era la primera vez que sucedía. Le dijeron que la habían visto esconder el producto en su ropa, que tenía que acompañarlos a la parte de atrás de la tienda. Accedió, sin dar razones ni protestas. Caminó junto a ellos, solemnemente, entre la gente que se agolpaba en las cajas, que miraba, tocaba, olía la ropa, los perfumes, las cremas. Se sentía extrañamente liberada, como si éste fuera el momento por el que había esperado toda su vida. Le explicaron el procedimiento con corrección: anotarían sus datos, le tomarían una foto, le harían pagar por el estúpido brillo de labios. Pensó en explicarse, decirles que era cleptómana, aunque no sabía si esto fuera cierto. En vez de eso, no dijo nada y asintió con profesionalismo, ocultando el leve temblor de sus dedos. Pensó, deseó que este acto pudiera permear el caparazón del que estaba recubierta. Una emoción que perdure en la monotonía del tiempo podría cambiar el curso de su vida.


De improviso, pensó en Mariano, de quien sólo conocía su rostro agradable y maneras pausadas. Le gustaba imaginarlo así, correcto y apto para la vida. En cambio, ella era sólo una joven gordita, cargando una soledad sin alas.


Luego, firme acá, pasé por acá, pague, retírese. Había regresado a terreno conocido: atenerse a las reglas, la respuesta expeditiva y sumisa, los gestos vacíos y controlados, la ausencia de remordimiento... De nuevo en la calle, encendió un cigarrillo y caminó de regreso a la oficina. El temblor había pasado, el breve galope del corazón había vuelto a su andar habitual. Toda posibilidad de redención estaba muerta.

lunes, 31 de enero de 2011

Una cabeza

A Eloísa le gustaba frecuentar ese cine, especialmente la funciones de trasnoche. Desde que desapareció de los lugares comunes, vuelvo sobre sus pasos como una sombra. Por esa única razón estaba ahí esa noche, para ver alguna película perturbadora, de esas que Eloísa miraba para despertar de su agonía cotidiana. Llegué temprano y ocupé un lugar en la mitad del cine. Los espectadores comenzaban a ubicarse de a pares, separándose cuidadosamente unos de otros y especialmente de mí, que llevo la marca del Caín sobre mi frente. La película comienza, la escena muestra una carretera en la noche con una música atronadoramente alta. Entonces aparece ese individuo y se sienta delante de mí. Viene acompañado de una bonita muchacha, mucho menor que él. Él le dice algo al oído, seguramente presume de alguna información inútil acerca de la película y su significación artística. La chica lo observa con aspecto sumiso y sonríe con coquetería. La trama comienza y recién entonces caigo en la cuenta de que la cabeza del individuo bloquea mi visión. Miro a mis costados para evaluar la posibilidad de cambiar de lugar, pero las parejas me observan con insospechado odio y me indican con una sola mirada que no buscan ser incomodados por mi soledad descarada. La cabeza del susodicho se inclina sobre los oídos de la muchacha, me distrae de la historia que, con lentitud, comienza a desarrollarse en la pantalla. Trato de concentrarme, pero sólo puedo pensar en esa cabeza.
Si sólo pudiera deshacerme de esa cabeza, podría disfrutar esta película y sentir la compañía ausente de Eloísa a mi lado. Si sólo pudiera, quizás, cortar esa cabeza de un golpe de hacha, seguramente esta música enloquecedora apagaría el sonido de la muerte y quizás podría ocupar el lugar junto a la muchacha, quien parece lo suficientemente embebida en el fragor de la película como para notar la diferencia. O quizás podría asfixiarlo, un ahogamiento silente en mitad de una sala a oscuras, poblada de pares de ojos ocupados en las apariencias o en sus propios jugueteos amorosos. Me invade una sensación de intenso placer al pensar en estas posibilidades. Imagino la mirada orgullosa de Eloísa, su aprobación callada y majestuosa. Cierro los ojos y me dejo llevar por estas imágenes, el sueño reclama mi cuerpo, pero no debo ceder: vine a honrar el recuerdo de Eloísa y por eso tengo que esforzarme en ver esta película. Me reincorporo en el asiento, levanto mi cabeza para superar la desfachatada fisonomía de mi enemigo. La escena comienza a envolverme en su silencio compacto, pero entonces siento algo punzante en mi costado. Quizás un calambre, pienso, y vuelvo a concentrarme en la historia. Pero la sensación persiste, ahora puedo precisar que se trata de un dolor penetrante en mi cuello. La sangre se agolpa en mi cerebro y empiezo a perder la dimensión de las cosas a mi alrededor. Toco mi cuello, pero no siento nada extraño. Sin embargo, el dolor persiste y se agrava con cada sucesión de imágenes en la pantalla. Voy a desmayarme, voy a entregarme a este dolor inexplicable. Tomo mi cabeza con mis manos y giro el cuello para comprobar que aún estoy entero, y entonces lo veo. Un hombre solitario está sentado detrás de mí y me mira con satisfacción.