domingo, 6 de mayo de 2012


Yo no fumo, papá, le dije, mientras salía de la habitación que hedía a humo y en pocos minutos se había esparcido a toda la casa. Mi viejo recorría el cuarto, desconcertado, soltando frases inconexas, espiando en los armarios, etc. ¿Dónde lo pusiste?, me dice, ¿qué cosa? yo no fumo, pá, cómo voy a fumar, debe ser otra cosa, la estufa, no sé. ¿Cómo va a ser la estufa? La estufa no larga ese olor, ¿no sabés lo mal que te hace fumar?, etc.
Yo no fumo, papá – repito, y me aferro a esas palabras como a un mantra, o un escudo. Le doy vuelta la cara discretamente y me voy a hacer alguna otra cosa. La negación se ha hecho carne y milagro, como en el evangelio. Aún lo escucho caminar con pasos cansados, anticipando la derrota, sabiendo que no podrá arrancarme una palabra más. Lo recuerdo luego tratando de iniciar una conversación, torpemente, preguntando algo cuya respuesta conoce de antemano, con la sola intención de hacerme hablar o quizás convencerme de que lo haga partícipe de mi vida secreta. Pero ¿de qué vida estamos hablando? A esto no puede llamársele vida, papá, esto es solamente lo que hago para sacarme de encima todo lo que me inculcaste, como si desenvolviera lentamente una madeja enredada, como si buscara retroceder mis pasos a algún punto en que me perdí de vista. Esta negación es la cáscara que dejo atrás, el doppelgänger de mi vida pasada. De cualquier modo, vivimos, morimos muchas vidas, papá, y también los restos que alguna vez fuimos son capaces de continuarnos, mal que nos pese. Así que acá dejo este no encarnado, detrás no hay nada más que fórmulas que se repiten, pero ¡cuánto se asemejan a una existencia real!.
Yo no fumo, papá, le digo, y lo veo volver mansamente a mirar la televisión.