martes, 12 de abril de 2011

El día que la joven gordita robó en el shopping

Era uno de esos mediodías en que se dedicaba a vagar por las calles atestadas de tráfico humano sólo para matar el tiempo de almuerzo fuera de la oficina. Entró en el shopping a mirar las prendas que no compraría por parecerles demasiado caras y, de paso, jugar al hurto pequeño y consuetudinario.


Era un brillo de labios. Le parecía ridículo tener que pagarlo, así de insignificante era. Decidió esconderlo en su pantalón. Dio unas vueltas a la tienda, justificando el crimen, reflexionando ligeramente en los motivos que la llevaban a cometer un acto tan innecesario. Las alarmas sonaron, era la primera vez que sucedía. Le dijeron que la habían visto esconder el producto en su ropa, que tenía que acompañarlos a la parte de atrás de la tienda. Accedió, sin dar razones ni protestas. Caminó junto a ellos, solemnemente, entre la gente que se agolpaba en las cajas, que miraba, tocaba, olía la ropa, los perfumes, las cremas. Se sentía extrañamente liberada, como si éste fuera el momento por el que había esperado toda su vida. Le explicaron el procedimiento con corrección: anotarían sus datos, le tomarían una foto, le harían pagar por el estúpido brillo de labios. Pensó en explicarse, decirles que era cleptómana, aunque no sabía si esto fuera cierto. En vez de eso, no dijo nada y asintió con profesionalismo, ocultando el leve temblor de sus dedos. Pensó, deseó que este acto pudiera permear el caparazón del que estaba recubierta. Una emoción que perdure en la monotonía del tiempo podría cambiar el curso de su vida.


De improviso, pensó en Mariano, de quien sólo conocía su rostro agradable y maneras pausadas. Le gustaba imaginarlo así, correcto y apto para la vida. En cambio, ella era sólo una joven gordita, cargando una soledad sin alas.


Luego, firme acá, pasé por acá, pague, retírese. Había regresado a terreno conocido: atenerse a las reglas, la respuesta expeditiva y sumisa, los gestos vacíos y controlados, la ausencia de remordimiento... De nuevo en la calle, encendió un cigarrillo y caminó de regreso a la oficina. El temblor había pasado, el breve galope del corazón había vuelto a su andar habitual. Toda posibilidad de redención estaba muerta.