Sólo necesitaba de una metáfora para sobrevivir. Una
historia bien contada, sin pretensiones ni prejuicios, una explicación para
justificar su pasado y conjurar su porvenir. Que estuviera lejos o cerca de la
verdad, que fuera plausible, convincente o comprobable, no importaba. Sólo
precisaba un símbolo, una piedra angular sobre la cual cimentar su ontología.
Por eso decidió consultar al vidente. Alguien le había
hablado de él o quizás había visto su nombre escrito en alguna parte o leído
acerca de sus habilidades en algún otro lugar. Más bien, había sido la
combinación de varias alusiones ciertas e inciertas lo que terminó de
convencerla. Lucía aún no había entendido que la mente astuta tiene formas de
escabullir sus intenciones para hacerlos visibles en escenas de la vida cotidiana
que los inocentes interpretan como buenos augurios o sentencias de la divina
providencia. Así fue como, creyéndose empujada por el unívoco destino, se
encaminó hacia la casa del vidente. Llamó a su puerta, y un hombre de rasgos
orientales la recibió con una sonrisa tan diáfana que no hicieron falta las
palabras. Le indicó, sin hablar, que esperara en una sala y luego se retiró,
con pasos largos y sin dejar de sonreír. Tenía un caminar majestuoso, como si
soportara en sus espaldas toda la belleza del mundo. El vidente la recibió unos
minutos después. Era un hombre de mediana edad, también oriental y poseedor de
una cualidad silente. Se sentó detrás de un amplio escritorio, luego de
ofrecerle asiento en una silla antigua que emitía leves quejidos ante el menor
movimiento. La distancia que imponía ese anacrónico escritorio le produjo una
sensación de absurdo impostergable.
Pero luego el vidente habló. Le ofreció agua y su voz
era como el agua, como una marea suave golpeando a sus oídos. Lucía bebió un
sorbo y sintió la marea recorrer su cuerpo por dentro, olas que jugaban en su
vientre, espuma de mar escapándose por sus dedos. Respiró profundo, como cuando
la marea se retira de la playa hacia las profundidades del mar, y empezó a hablar.
El vidente escuchaba con atención desmesurada. Ella nunca sabrá qué dijo, pero
él lo entendió a la perfección. Se levantó y caminó hacia ella. Puso sus manos
sobre los ojos de Lucía y le dijo:
- Los ojos recuerdan
todo lo que ven, en el mundo real e imaginario.
Sentía el calor de sus manos abrigándole los ojos,
mientras la marea se debatía tranquilamente en su interior. El vidente continuó
vertiendo sus cantos de agua y Lucía se embarcó en un sopor profundo.
Las imágenes comenzaron, algo difusas, a proyectarse
en el interior de sus párpados. Veía una playa y dos niñas jugando, solitarias.
Debía haber sido invierno, a juzgar por las ropas pesadas y el viento que se
arremolinaba con fuerza sobre las aguas. Una de las nenas llevaba un moño azul en
su cabello. Ese moño azul era su preferido, Lucía lo recordaba ahora con toda
claridad. La otra niña había sido su amiga, pero no podía recordar su nombre.
Cada una andaba ensimismada descubriendo los objetos que la playa ofrecía en su
ir y venir de olas. Lucía veía las imágenes diluirse entre colores azules y
violetas, como una fotografía fuera de foco, estampas de otra época. Pero el
silencio era indudable. El silencio estaba presente en esa escena y también
ahora, en la oficina del vidente. Un silencio nítido y cruel, que parecía
agazaparse detrás de las olas. Las nenas jugaban tranquilamente, sin advertir
el peligro que las acechaba. Entonces, Lucía comenzó a repasar mentalmente
todas esas palabras oscuras que los padres repiten constantemente acerca del
mar y sus artimañas. La preocupación se adueñó de ella por primera vez. Había
vivido todos sus cortos años junto a esa playa y el miedo del mar nunca la
había alcanzado. Hasta ese momento.
El alma es cobarde, está muy plácida cuando el cuerpo
es plácido, pero en cuanto percibe una amenaza busca huir, dejar el cuerpo
atrás, como la mariposa que abandona su capullo. Pero entonces el cuerpo se
rebela.
Aquella tarde nefasta, ella abrió su boca para
advertirle a Clara sobre la sombra amenazadora, pero no pudo emitir sonido. Fue
como si hubiese tragado ese silencio enorme. Como si ese silencio sigiloso,
tras el cual se ocultaba la ola, la
hubiese colmado, dejándola muda e incierta. La ola engulló a Clara, con toda certeza.
Ése era su nombre: Clara. El alma de Clara era fiel a su nombre y quería ser
uno con aquella ola.
Cuando Lucía despertó de su epifanía, sentía ganas de
vomitar. La náusea le sobrevenía, profunda e implacable, de algún lugar
desconocido de su interior. Sin embargo, repetía los gestos sin conseguir
vomitar. Tosía con esfuerzo, abría su boca y sólo emitía silencio. Entonces
comprendió. Estaba deshaciéndose por fin del silencio que la había invadido
aquella tarde olvidada.
El vidente la miraba complacido.