miércoles, 8 de julio de 2009

Sebastián y los muros esenciales



Ella me dice Sebastián cuando quiere poner distancia. No funciona, porque su voz pronunciando mi nombre sólo me despierta a la única imagen que conozco de ella.
Se sienta en el suelo y lee, cruzadas las piernas sobre el imaginario tatami. Me dice: "Eso no está bien, Sebastián" y sé que alarga mi nombre al pronunciarlo porque le produce placer, un placer irritante. Dice que quiere recuperar el tiempo perdido, que quizás es la chica de 20 años la que habla conmigo ahora. Le digo que puedo ser el joven llamado cuervo, si quiere. O el muchacho de Kafka en la orilla del mar. "No importa cómo ordenes tu colección de metáforas, siempre serán sólo espejitos de colores", me dice. Pero, en realidad, se lo dice a sí misma.
Aunque proteste, sé que le agrada mi compañía. Porque no modifico su esencia. Acostumbrada a estar sola (hija única, padres muy mayores), no conoce ni entiende lo que significa compartir el tiempo con otros. Siempre se siente modificada ante la presencia de los demás. Observada, como si fuese parte de un experimento. Y pronto se queda sin respuesta. Pero conmigo, no. Porque soy un apéndice de su persona.
- La gente sola me asusta, Sebastián. Hay un arrastrar los pies, un gesto artificial de entereza, un mirar hacia adelante con fingida esperanza. Es algo noble, pero profundamente triste. La gente no es sola porque las circunstancias así lo determinen. La gente es sola porque tiene sus ojos vueltos hacia el interior. Y allí dentro, todos estamos solos.

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