(Fragmento de Mientras agonizo, de William Faulkner)
ADDIE
Por la tarde, cuando terminaba la
escuela y se habían ido todos con sus naricillas sucias y mocosas, en lugar de
irme a casa bajaba por la colina hasta el manantial, donde podía sosegarme y
odiarles tranquilamente. Entones era un lugar tranquilo, con aquel agua
borboteando y alejándose y el sol deslizándose segada y apaciblemente entre los
árboles y el calmoso olor de las hojas húmedas que se pudrían y de la tierra
nueva; en especial a comienzos de la primavera, que es cuando todo era peor.
Recordaba que mi padre solía
decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho
tiempo. Y cuando tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos
egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la
mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar
muerta, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que
cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía
sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones era
mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber
quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien
ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía.
Y así acepté a Anse. Lo vi pasar
por la escuela dos o tres veces antes de enterarme de que se desviaba unos seis
kilómetros para pasar por delante de la escuela. Me di cuenta ya entonces de
que empezaba a tener joroba; era un hombre joven y alto, y parecía ya un gran
pájaro encogido por el frío en el asiento de la carreta. Pasaba por delante de
la escuela despacio, y la carreta chirriaba y él volvía la cabeza lentamente
para mirar hacia la puerta del edificio, y luego se perdía de vista al dar la
vuelta a la esquina. Un día salí a la puerta y me quedé allí mientras pasaba.
Cuando me vi miró rápidamente hacia otro lado, y no volvió a mirar hacia la
puerta.
Lo peor era a principios de la
primavera. A veces pensaba que no podría soportarlo; tendida en la cama por las
noches, con los gansos salvajes yendo hacia el norte, y sus graznidos
llegándome con fiereza desde muy alto y muy lejos en aquella agreste oscuridad,
y durante el día era como si no pudiera esperar a que se marchara el último de
aquellos niños para poder bajar al manantial. Así que cuando levanté la vista y
vi a Anse allí delante, con su traje de domingo, dándole vueltas y vueltas al sombre
entre las manos, dije:
-
Si hay alguna mujer en su familia, ¿por qué
diantres no le obliga a cortarse el pelo?
-
No la hay –dijo él. Y añadió instantáneamente,
lanzando sus ojos hacia mí como un par de sabuesos en corral ajeno-. Por eso he
venido a verla.
-
Le haría andar con los hombros derechos –dije-.
¿Así que no hay ninguna? Pero usted tiene una casa. Me han dicho que tiene casa
y una buena granja. Y que vive en ella solo, arreglándoselas como puede, ¿es
cierto? –Él se limitó a mirarme, dándole vueltas al sombrero-. Una casa nueva –dije-.
¿Es que piensa casarse?
Y él volvió a
decir, con los ojos fijos en mí:
-
Por eso he venido a verla.
Más adelante,
dijo:
-
No tengo familia. Así que no hay nadie que pueda
poner peros. Creo que usted no puede decir lo mismo.
-
No. Tengo familiares. En Jefferson.
Su cara se
ensombreció un poco.
-
Bueno, tengo una pequeña propiedad. Tengo posible;
y fama de ser bueno y honrado. Sé cómo es la gente de la ciudad, pero puede que
cuando sus parientes hablen conmigo…
-
Quizá le escuchen –dije yo-. Pero será difícil
hablar con ellos. –Me estaba mirando la cara-. Están en el cementerio.
-
Pero sus familiares vivos…-dijo él-. Serán
diferentes.
-
¿Sí? –dije yo-. No lo sé. Jamás he tenido otros
parientes.
Así que acepté
a Anse. Y cuando supe que estaba encinta de Cash, supe que la vida era terrible
y que ésta era la respuesta a las preguntas al respecto. Fue entonces cuando
aprendí que las palabras no sirven para nada; que las palabras no se ajustan
nunca a lo que tratan de decir. Cuando nació supe que la maternidad había sido
inventada por alguien que necesitaba una palabra para designarla, porque a las
mujeres que tenían hijos les tenía sin cuidado si existía o no una palabra para
referirse a ella. Supe que el miedo había sido inventado por alguien que jamás
lo había sentido; el orgullo, por alguien que jamás lo había tenido. Supe que
no había sido que tuvieran las narices sucias, sino que habíamos tenido que
usarnos unos a otros mediante palabras que eran como arañas que se cuelgan por
la boca de las vigas, y que se bambolean y se enroscan sin llegar nunca a
tocarse, y que sólo a través de los golpes de vara podía mi sangre y su sangre
fluir como una sola. Supe que no había sido que mi soledad hubiera de ser
violentada una y otra vez cada día, sino que jamás había sido violentada hasta
que tuve a Cash. Ni siquiera por Anse por las noches.
Él tenía una
palabra. Amor, lo llamaba él. Pero yo llevaba mucho tiempo habituada a las
palabras. Supe que aquella era como las demás: una mera forma para llenar una
carencia; supe que cuando llegara el momento no iba a necesitar una palabra
para designarlo, lo mismo que no la necesitaba para el miedo o el orgullo. Cash
no necesitaba decírmela, ni yo decírsela a él, y solía decir: que la use Anse
si quiere. Así que era Anse o amor; o amor o Anse: lo mismo daba.
Solía pensarlo
hasta cuando yacía con él en la oscuridad con Cash dormido en la cuna al
alcance de mi mano. Solía pensar también que si despertaba en mitad de la noche
y lloraba, le daría el pecho. Anse o amor: tanto daba. Mi soledad había sido
violentada: tiempo, Anse, amor, lo que uno quiera, fuera del círculo.
Entonces supe
que iba a tener a Darl. Al principio no podía creerlo. Luego creí que iba a
matar a Anse. Era como si me hubiera engañado, como si se hubiera escondido en
una palabra como detrás de un bombo de papel y me hubiera dado un golpe en la
espalda a través de él. Pero luego caí en la cuenta de que había sido engañada
por palabras mucho más viejas que Anse o amor, y de que la misma palabra le
había engañado a Anse también, y de que mi venganza habría de consistir en que
él jamás se daría cuenta de que me estaba vengando. Y cuando nació Darl le pedí
a Anse que me prometiera que me llevaría a Jefferson cuando muriera, porque
supe que padre tenía razón, aun cuando él no pudiera saber que la tenía ni yo
saber que estaba equivocada.
-
Tonterías –dijo Anse-. Tú y yo aún estamos
enteros, con sólo dos críos.
Él no sabía
que ya estaba muerto. A veces estaba tendida junto a él en la oscuridad, oyendo
aquella tierra que ahora era de mi carne y de mi sangre, y pensaba: Anse. Por qué
Anse. Por qué eres Anse. Y pensaba en su nombre hasta que al cabo de un rato veía
la palabra como una forma, una vasija, y veía cómo él se licuaba y se iba
vertiendo en ella como melaza fría que cayera en un tarro en la oscuridad,
hasta que el tarro rebosaba y quedaba quieto: una forma llena de significado y
profundamente exánime, como el marco vacío de una puerta; y entonces me daba
cuenta de que había olvidado el nombre del tarro. Y pensaba: La forma de mi
cuerpo, ahí donde había sido virgen, era la de una y no podía pensar Anse, ni podía
recordar Anse. No es que pudiera pensar en mí misma como si siguiera siendo
virgen, porque ahora yo era tres. Y cuando pensaba Cash y Darl de esa misma
forma, hasta que los nombres perdían la vida y se solidificaban en una forma y
luego se desvanecían, me decía: Muy bien. No importa. No importa cómo les
llamen.
Así que cuando
Dora Tull me decía que no era una verdadera madre, yo pensaba en cómo las
palabras describen una línea recta y delgada, rápida e inofensiva, y en cuán
terriblemente se comporta la tierra al aferrarse a ella, de modo que al cabo de
un tiempo no son sino dos líneas tan apartadas que una persona no puede pasar
de la una a la otra; y que el pecado y el amor y el miedo no son sino sonidos
que las gentes que jamás han pecado ni amado ni tenido miedo utilizan para
designar lo que jamás tuvieron ni podrán tener jamás hasta que olviden las
palabras. Como Cora, que ni siquiera ha aprendido a cocinar.
Solía decirme
todo lo que yo debía a mis hijos y a Anse y a Dios. Le di a Anse esos hijos. Y no
los pedí. Ni siquiera le pedí a él lo que podía haberme dado: lo no-Anse. Era mi
deber para con él, no pedirle eso, y ese deber lo cumplí. Yo sería yo; a él le permitiría
ser la forma y el eco de su palabra. Era más de lo que él pedía, porque no
podría haberlo pedido y ser Anse, utilizándose a sí mismo a través de una
palabra.
Y entonces se
murió. No sabía que estaba muerto. Yo yacía junto a él en la oscuridad, oyendo
cómo la tierra oscura hablaba del amor de Dios y de Su Belleza y de Su pecado;
oyendo esa oscura ausencia de voz en la que las palabras son los actos, y las
palabras que no lo son, que son sólo los huecos de las carencia de la gente, me
llegaban como aquellos graznidos de gansos desde la negrura salvaje en aquellas
terribles noches de antaño, y se hurgaban a tientas en los actos como huérfanos
a quienes se les señalase dos rostros en una multitud y se les dijese: Ése es
tu padre, ésa es tu madre.
Creía que la
había encontrado. Creía que la razón era el deber para con los vivos, para con
la terrible sangre, la roja y amarga riada que fluía hirviente por la tierra. Pensaba
en el pecado como pensaba en la ropa que ambos vestíamos ante el mundo, en la
circunspección necesaria dado que él era él y yo era yo; el pecado era tanto
más absoluto y terrible cuanto que él era el instrumento ordenado por Dios,
creador del pecado, para santificar aquel pecado que Él había creado. Mientras
le esperaba en el bosque, mientras le esperaba y antes de que él me hubiera
visto, yo pensaba en él y lo veía vestido de pecado. Pensaba en él pensando en
mí y viéndome también vestida de pecado, él mucho más hermoso puesto que la
vestidura que cambiaba por la de pecado había sido santificada. Solía pensar en
el pecado como si fueran prendas que nos quitábamos para hacer que la terrible
sangre se amoldara por la fuerza al triste eco de la palabra muerta que flotaba
en el aire. Entonces volvía a yacer con Anse –no le mentía: sólo me negaba a
él, del mismo modo que le negaba el pecho a Cash o Darl cuando se les pasaba su
tiempo- y oía cómo la oscura tierra articulaba su discurso sin voz.
No ocultaba
nada. No trataba de engañar a nadie. Me habría disgustado hacerlo. Me limitaba
a tomar las precauciones que él juzgaba necesarias para sí mismo, no para mi
seguridad, pero del mismo modo que llevaba ropa encima ante los ojos del mundo.
Y entones, cuando Cora me hablaba, solía pensar en cómo las altas palabras
muertas siempre acaban por perder hasta el sentido de su sonido sin vida.
Entonces todo
terminó. Terminó en el sentido de que él se fue y yo supe que, aunque lo
volviera a ver, ya nunca lo volvería a ver llegar apresuradamente por el bosque
vestido de pecado, como ataviado con un galante atuendo que ondeara hacia un
lado por lo veloz de su llegada secreta.
Pero para mí
no había terminado. Quiero decir terminado en el sentido de un comienzo y un
final, porque para mí, en aquel tiempo, no había comienzo ni final en nada. Incluso
seguía rechazando a Ase, y no como si se tratara de un rechazo ocasional sino
como si nunca hubiera habido nada entre nosotros. Mis hijos eran sólo míos, de
la sangre salvaje que fluía hirviente por la tierra, míos y de todo lo que
alienta: de nadie y de todo. Entonces me enteré de que iba a tener a Jewel.
Cuando un día desperté y me quise dar cuenta, hacía ya dos meses que él se
había marchado.
Mi padre decía
que la razón de la vida era preparase para estar muerto. Al fin entendía lo que
había querido decir, aunque él seguro que no llegó a entenderlo nunca
cabalmente, porque un hombre no tiene la menor idea de lo que es limpiar la
casa después. Y yo he limpiado la mía. Con Jewel –estaba echada junto a la
lámpara, con la cabeza levantada, mirando cómo lo taponaban y suturaban antes
de que él empezara a respirar- la sangre salvaje dejó de bullir, y su sonido
cesó. Y luego sólo quedó la leche, cálida y apacible, y yo tendida y en calma
en el silencio moroso, preparándome para limpiar mi casa.
Le di a Dewey
Dell para contrarrestar a Jewel. Y luego le di a Vardaman para reemplazar al
hijo que le había robado. Y ahora tiene tres hijos que son suyos y no míos. Y yo
ya puedo prepararme para morir.
Un día estaba
hablando con Cora. Ella rezaba por mí porque creía que era ciega para el
pecado, y quería que me arrodillara con ella para rezar, porque para la gente
para la que el pecado es una mera cuestión de palabras la salvación también es
sólo palabras.