domingo, 22 de mayo de 2011

Tardío adiós a la infancia

El sábado por la madrugada, el techo se desmoronó sobre mi viejo piano. Los detalles no importan mucho: el ruido atronador, la fuerza desconocida que me impulsó a salir de la cama contrariando el miedo, la perplejidad ante el living lleno de escombros y entre ellos, el cadáver de mi querido piano. Suelo tener reacciones absurdas ante las situaciones extremas, pero nada como estar parada en el umbral de la puerta, mirando impávida la inusual escena y pensando solamente esto: mi infancia está acabada. Sí, parece que hasta este momento no había entendido aquello que los espejos denuncian cada día.

El último símbolo de mi infancia, en ruinas. Si bien ya no le dedicaba tiempo, saber que el piano estaba ahí era como dejar una puerta entreabierta a esa persona que fui, como si aún pudiera alcanzarla, reconciliarme con ella. Ahora conozco que no voy a poder volver el tiempo atrás.


Lo peor es pensar en deshacerme del pobre piano: venderlo o encontrarle una ubicación en la casa, ya que las marcas que lo desfiguraron le quitaron el honor de ocupar un lugar en el living.

Y todo esto me resulta tan extraño como si me forzaran a asistir a mi propio funeral.

lunes, 16 de mayo de 2011

¿Pessoa o yo?

Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que viva, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo de pensar y sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación. Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que sólo sueño. Las calles son calles para mí. Hago el trabajo de la oficina con conciencia tan sólo para él, pero no diré bien si digo que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, sin embargo estoy siempre otro por detrás del trabajo. Hace mucho tiempo que no existo. Estoy sosegadísimo. Nadie me distingue de quien soy. Me he sentido ahora respirar como si hubiese practicado algo nuevo, o atrasado. Empiezo a tener conciencia de tener conciencia. Tal vez mañana despierte para mí mismo, y reanude el curso de mi existencia propia. No sé si, con ello, sería más feliz o menos. No sé nada. Levanto la cabeza /de paseante/ y veo que, por la cuesta del Castillo, el ocaso opuesto arde en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la cuesta está suave del final del día. Puedo por lo menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con esta tristeza mía se ha cruzado ahora -visto con el oído- el ruido súbito del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores jóvenes, el susurro olvidado de la ciudad viva. Hace mucho tiempo que no soy yo.




(Pessoa, El libro del desasosiego)