En septiembre, no conocí a Santiago y, desde
entonces, no he podido alejarlo de mi mente.
Toda mi vida transcurre bajo sus ojos ausentes,
por ejemplo cuando veo una película y me siento conmovida por la mano de un
hombre que roza interesadamente el lazo del vestido de su enamorada, o cuando
me detengo a observar el agua que se amontona al costado de las aceras con sus
reflejos intermitentes: Santiago me acompaña como testigo omnisciente de todos
mis actos, siento su presencia como una conciencia dividida con la que lo
pienso, pensándome. No conocí a Santiago a través de una amiga en común. Cuando empecé a espiarlo supe que estaba perdida, que iba a seguirlo como una sombra hasta arrancarme la última e improbabilísima espina de la esperanza. Ya casi no recuerdo las cosas que me gustaba hacer antes de no conocer a Santiago, a veces me sorprendo leyendo publicaciones sobre ciencias con inusitado interés antes de darme cuenta de que lo hago para él, por su invisible influencia. "La mujer, hay que ver cómo copia", diría Bioy a través de alguno de sus personajes. Y así es. Me voy rearmando a imagen y semejanza del Santiago no conocido.
¿Cuánto tiempo más voy a soportar este hambre dolorosa en las entrañas, esta necesidad innombrable de reemplazar al idílico Santiago por un Santiago de carne y hueso? Y si lo conociera, ¿podría quererlo en la misma medida en que quiero a su fantasma?
Ahora ya es demasiado tarde. Ahora ya cambié, ¿cómo voy a volver a encontrarme?