El sábado por la madrugada, el techo se desmoronó sobre mi viejo piano. Los detalles no importan mucho: el ruido atronador, la fuerza desconocida que me impulsó a salir de la cama contrariando el miedo, la perplejidad ante el living lleno de escombros y entre ellos, el cadáver de mi querido piano. Suelo tener reacciones absurdas ante las situaciones extremas, pero nada como estar parada en el umbral de la puerta, mirando impávida la inusual escena y pensando solamente esto: mi infancia está acabada. Sí, parece que hasta este momento no había entendido aquello que los espejos denuncian cada día.
El último símbolo de mi infancia, en ruinas. Si bien ya no le dedicaba tiempo, saber que el piano estaba ahí era como dejar una puerta entreabierta a esa persona que fui, como si aún pudiera alcanzarla, reconciliarme con ella. Ahora conozco que no voy a poder volver el tiempo atrás.
Lo peor es pensar en deshacerme del pobre piano: venderlo o encontrarle una ubicación en la casa, ya que las marcas que lo desfiguraron le quitaron el honor de ocupar un lugar en el living.
Y todo esto me resulta tan extraño como si me forzaran a asistir a mi propio funeral.